Un signo positivo de los tiempos es la discusión sobre las modificaciones que podría sufrir el régimen político actual, los saldos del periodo llamado neoliberal y lo que podemos esperar de la democracia y el liberalismo. Acaso por fin estemos comenzando a profundizar sobre el tipo de régimen que queremos y necesitamos, pues durante la llamada transición democrática las discusiones no fueron más allá de cómo tener elecciones creíbles, mínimamente equitativas y legales.
Me refiero al interesante debate que han sostenido durante las últimas semanas, en Letras libres y Nexos, Carlos Bravo Regidor y Juan Espíndola Mata, por una parte, y José Antonio Aguilar Rivera, por la otra. Es una agitación intelectual provocada por lo que algunos perciben como la amenaza contra las instituciones democráticas y liberales que representa la llegada de AMLO a la presidencia y la avasallante presencia de Morena en ambas cámaras federales.
Las siguientes son las preguntas que se hacen desde cierta visión que se asume, supuestamente, como liberal: ¿es compatible la agenda de AMLO con un régimen promotor de libertades económicas y políticas? ¿Resistirán el equilibrio y la independencia de poderes, a la concentración del poder en manos de un partido comandado por un líder con enorme apoyo popular? ¿Tendremos una tiranía de la mayoría que destruya la estabilidad económica y termine subvirtiendo el orden?
Desde una posición que intenta ser más comprensiva del comportamiento de AMLO, Regidor y Espíndola invitan a hacer distinciones finas y considerar que la política del nuevo gobierno no necesariamente es antiliberal, pues no pretende, hasta ahora, desmontar los derechos liberales fundamentales que fueron reconocidos por los gobiernos emanados de la transición democrática: propiedad privada y libertades de mercado, pluralismo político, independencia de poderes, derechos civiles y políticos, libertades básicas...
En todo caso, aducen Regidor y Espíndola, el liberalismo no es una estructura monolítica y unívoca de ideas definidas en abstracto, sino una colección de autores, ideas y fórmulas que enfatizan valores diferentes, y que se materializan de maneras concretas y según circunstancias históricas distintas.
Así, puede haber un liberalismo más centrado en los derechos a la propiedad privada y las libertades de los individuos, y otro más ocupado en garantizar condiciones de existencia mínimamente dignas para los ciudadanos y en moderar las desigualdades sociales. Desde la perspectiva de Regidor y Espíndola, los gobiernos de los últimos años, si bien establecieron un régimen respetuoso del pluralismo y los derechos políticos, tolerante de las diferencias y capaz de garantizar, mínimamente, la celebración de elecciones creíbles, se quedaron demasiado cortos en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, el combate la corrupción y la impunidad, la superación de la exclusión, y la erradicación de la violencia.
Estos déficits, por supuesto, atentan contra la posibilidad real de convertir en realidad la observancia de todos los demás derechos.
José Antonio Aguilar Rivera, por su parte, insiste en una definición fundamental del liberalismo, más allá de las diferencias de acento que ponen los distintos autores, en el sentido de evitar a toda costa la concentración excesiva del poder y el abuso del mismo.
Los dos polos del debate se sitúan en los extremos del campo liberal: uno, Aguilar, defiende más las libertades y el control civil del poder estatal; el otro, Espíndola y Regidor, prefiere la creación de condiciones materiales para hacer capaces a los ciudadanos de disfrutar de los demás derechos, lo que puede conllevar una mayor intervención del Estado, por ejemplo, en la vida económica. Y eso podría, en teoría, atentar contra las libertades de algunos individuos.
El tema de fondo, en mi opinión, no es tanto filosófico como político; surge más del comportamiento de los actores reales que de la imposibilidad conceptual de arribar a una noción de liberalismo que combine libertades económicas y políticas con derechos sociales y condiciones materiales para la equidad y el disfrute de los demás derechos.
Creo que para ser más libres necesitamos un estado más fuerte, pero acotado, que proteja los derechos de los ciudadanos comunes de los abusos de los poderosos. Políticas que logren la equidad para evitar, precisamente, las polarizaciones excesivas de las que luego resultan las patologías del odio y el abuso del poder en un sentido o en otro. Tocqueville decía que, puestos a elegir, los hombres prefieren la igualdad sobre la libertad. La salida es fácil de identificar: si queremos que también amen la libertad procuremos que no sean tan desiguales.
Una palabra parece ir de la mano con cualquier liberalismo: prudencia, tanto del lado de procurar la libertad, como en el esfuerzo por hacer prevalecer la igualdad.
Hacer compatibles derechos sociales y libertades individuales
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Héctor Raúl Solís Gadea
Jalisco /