Desgraciadamente, los nacionalismos sanitarios están a la orden del día, y la mentalidad del “yo primero” o “sálvese quien pueda” reaparece con fuerza en ciertas zonas del mundo. Pero no se puede contrarrestar una crisis como la del coronavirus con soluciones parciales, o con parches que funcionen solo para ciertos países. Una pandemia, como bien sabemos, es un acontecimiento global, y por tanto, la solución debe ser global.
Y es que pensar en términos mundiales no solo es lo correcto desde el punto de vista ético, y no nada más es un ejercicio de empatía, sino que también es una acción inteligente. La compasión global funciona (la historia lo prueba), pero solo cuando hay estrategias que abarquen el ámbito internacional, y cuando incluye a las mayorías. Y es que, a juzgar por la velocidad de contagio del covid-19, y por lo que puede ocurrir con las mutaciones que siga desarrollando el virus, no basta con que solo un pequeño porcentaje de la población mundial se vacune.
Quizá un país desarrollado como Estados Unidos puede lograr un alto porcentaje de vacunación relativamente pronto si solo se concentra en la estrategia doméstica, pero eso servirá de muy poco si en otros países menos afortunados no se logra dicha meta por una mala infraestructura, por falta de presupuesto, o por las razones que sea. Cerrar los ojos a dicha situación hará que las cosas empeoren para todos. Además, si en otras zonas la economía sigue estando estancada por los efectos de la pandemia, podría afectar también al comercio global creando problemas indirectos para los países del primer mundo.
APUNTE SPIRITUALIS. Claro, es cierto que las naciones tienen sus propios procesos y leyes. Pero respetar las soberanías no implica cerrar las fronteras para impedir que otros se beneficien de los avances de la ciencia, misma que ha tenido éxito gracias precisamente a la cooperación. En suma, podemos decir que la filosofía aislacionista no funciona y además es muy peligrosa. Estamos en esto todos juntos.