El tercer y último eje de la gobernabilidad democrática reside precisamente en las instituciones que hacen posible la democracia: las autoridades y procesos electorales, así como los partidos políticos. Pero también las normas y valores propios de la democracia: Estado de derecho, división de poderes, libertades de todo tipo, tolerancia, respeto de los derechos de las minorías, etc. Esta institucionalidad contribuye a la gobernabilidad mediante: a) la renovación legítima de los poderes; b) el ejercicio de poder acotado con respeto a los derechos políticos de los ciudadanos; c) favorece la pluralidad y permite la participación de toda la diversidad social. Hay una gobernabilidad autoritaria, basada no en la participación ciudadana, ni en la renovación de los poderes mediante el voto libre y universal y el respeto de los derechos humanos, sino en la fuerza, el temor y la arbitrariedad de un poder concentrado, sin contrapesos.
En los tres primeros años del sexenio, López Obrador debilitó la gobernabilidad democrática mediante la concentración del poder en la Presidencia y en su persona (gracias a la eliminación de contrapesos del Poder Legislativo y órganos autónomos y a reformas legales que aumentaron tanto el poder discrecional sobre el presupuesto como el uso discrecional de la justicia). La destrucción de instituciones de contrapeso al Ejecutivo (INEE) o el sometimiento al gobierno (CNDH, FGR, CRE, ASF) y el servilismo de las bancadas morenistas en el Congreso (“no le cambian ni una coma”) no solo han fracturado el equilibrio entre poderes, sino que ha facilitado que muchas de las decisiones presidenciales más irracionales (la cancelación del aeropuerto de Texcoco, la política energética, el manejo de la pandemia y el sostenimiento de López-Gatell; el desabasto de medicinas y la destrucción del Seguro Popular, decretos administrativos inconstitucionales, por citar algunas pocas) no enfrentaran resistencias y profundicen el daño en la capacidad de gobierno (eje uno de la gobernabilidad) y, por tanto, a la población.
El presidencialismo no es una curiosidad histórica del sistema político mexicano; es un mecanismo de gobierno terriblemente dañino para la democracia, el gobierno y la sociedad. Y el empeño de López Obrador por revivirlo con toda su crudeza no cejará en lo que resta de su sexenio, porque piensa que solo con ese poder sin límites puede vencer las resistencias de sus adversarios; ante la falta de argumentos para convencer de las bondades de su proyecto, lo impone incluso por encima de la ley.
Le falta la cereza del pastel: el INE y esta será la principal batalla política de este (la reforma política anunciada) y del próximo año (la designación de cuatro nuevos consejeros). El presidente quiere someterlo a toda costa, pues no parece confiar mucho en las capacidades electorales de Morena (el desastre interno de ese partido lo han exhibido los mismos morenistas, entre ellos Gibrán Ramírez en estas páginas) y menos cuando él no será candidato. Por eso la relevancia de un INE parcial, al servicio de AMLO y de Morena en la elección presidencial de 2024. Es un factor fundamental para garantizar la permanencia de su proyecto.
En caso de que logre controlar al INE sería una regresión autoritaria gravísima con repercusión de largo plazo, pues recuperar la democracia y reconstruir al país –pues seguirían destruyéndolo por lo menos otros seis años– nos llevaría muchos años, quizá décadas.
Guillermo Valdés Castellanos