¿Será cierta la paradoja de que de la recuperación de olvidos propios y ajenos se hace el recuerdo colectivo? ¿No es el reiterado llamado a no olvidar lo que nos concita a revivir el pedacito de 68 que llevamos cada quién de los que lo vivimos?
En ese ánimo cabe el registro personal de la consigna 2 de octubre no se olvida, así sea solo para unirla en homenaje, solidaridad y pertenencia al concierto de voces, cronológicamente más cercanas que la propia, al 50 aniversario de la noche de Tlatelolco.
Han surgido de todas partes para, en conmemoración de la gesta, retomar la calle y la plaza pública, más efervescentes que nunca. Más de cincuenta mil almas que cincuenta años después vuelven a salir para rememorar la trágica efeméride en la plaza de la Constitución y en la plaza de las Tres Culturas dan cuenta elocuente de que las víctimas del 68 han logrado una generalizada reivindicación social de su protesta a través de los años. Buena parte de la tesitura política, democrática, social y cultural del México contemporáneo es, en mucho, la consecuencia de aquella revuelta juvenil.
No es la voz del que escribe, desde luego, la de un testigo privilegiado o la de un protagonista ni medianamente cercano a los hechos. Pero sí es la voz de un recién egresado de secundaria que por esas fechas apenas atisbaba a la vida, junto con otros egresados del Colegio México marista, a quienes por la mirada púber se les atravesaba una imaginería de señales a su alrededor (un revival de folclor por doquier, misas de juventud con música no sacra, la minifalda y el diseño gráfico modernizador de las próximas Olimpiadas a celebrarse en la capital).
Los afiches y los grafitis del movimiento estudiantil eran las redes sociales de entonces e invadieron con sus mensajes de protesta incontables bardas de la capital. Reproduciendo en ellas las consignas del movimiento estudiantil o sus iconos, e irrumpiendo en el clima social con una protesta antiautoritaria que a la vez se cantaba como música de protesta o como rock and roll y aún como baladas en apariencia fifís, diríase hoy.
Inflamábanse de orgullo los juveniles pechos viendo pasar por Paseo de la Reforma las interminables marchas que se volvían ríos de juventud politizada al estilo de lo que también ocurría en varias de las grandes capitales del mundo (no por nada la expresión el 68 francés). La más memorable en México y la más emotivamente cercana al escribidor fue la célebre marcha del silencio, cuando miles de jóvenes con esparadrapos en la boca, unidos codo con codo en silenciosa protesta, desfilamos por Paseo de la Reforma, causando gran asombro al paso. Una auténtica procesión del silencio tomada prestada de cualquier cuaresma.
Algunos espectadores con escasa comprensión cabal de lo que sucedía, percibían, sin embargo, asistir a un acto inaugural de solemnidad cívica. Y uno además que nunca antes en la vida se había presenciado, ya que las grandes protestas sociales anteriormente reprimidas, como las de los ferrocarrileros y las de los médicos, correspondió vivirlas a dos o tres generaciones atrás. Pero no tuvieron el alcance emblemático de ésta. En los enclaves de la protesta juvenil del 68 en México se vivía un ambiente de libertad esperanzada en un futuro distinto forjado con la sola ilusión juvenil de lograrlo.
Sus demandas concitaban la simpatía de la gente del pueblo, estudiantes –hombres y mujeres de toda clase social– mezclados en tareas de organización “boteaban” incesantes a bordo de los camiones de servicio público a fin de recabar fondos para costear los panfletos que difundían el movimiento, probablemente la primera prensa alternativa e independiente (después del memorable Hijo del Ahuizote u otros análogos de la época revolucionaria) que existió en el país en su era moderna. Las prensas eran los mimeógrafos donde solían imprimirse los exámenes de las distintas facultades de la UNAM o del Poli que día y noche tiraban ejemplares, los que luego distribuían, ni tan clandestinamente, por toda la ciudad.
La noche oscura del 2 de octubre llovía intermitentemente. Desde el pórtico de Medellín 33 en la colonia Roma, todavía hoy sede del Centro Nacional de Comunicación Social (CENCOS) y que entonces era un enclave preconciliar financiado por algunos obispos alemanes, este reportero en ciernes, que no había acudido al mitin en Tlatelolco, se asomaba expectante a la avenida que traía en el aire los prolongados sonidos ululares de incontables ambulancias de la Cruz Roja.
Solo eso: sirenas… una tras otra que, se adivinaba, pasaban con su estridencia al fondo de la avenida. Mi padre, contador de CENCOS en esa época, pasó junto a mí acompañado de otras personas que ingresaban al edificio. “Los están matando”, dijo con voz grave uno de ellos.
De olvidos propios y ajenos
- Entre pares
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Guillermo Colín
Ciudad de México /