Tenía ya mucho tiempo de no desplegar las alas de la poesía. ¿Por qué?
Porque la poesía impone su fuerza, su señorío, y no permite que la invoquemos desde la manida palabra inspiración, desde nuestra voluntad creativa.
No, no, no: la poesía llega, como en el célebre poema de Juan Ramón Jiménez, cuando sus pasos tenues y su leve brisa nos abrazan con su revelación generosa, incluso a veces aleve.
¿Qué escribí? Poemas regidos por la nostalgia, por la recordación de la pérdida, por el dolor convulso que de pronto regresa:
“He vivido lo que he querido,/tengo lo que merezco,/lamento lo que he perdido,/pero nunca me rindo:/sobrevivo”.
Y luego una reflexión:
“Es difícil reanudar la vida sin tu principal afecto, pero la vida misma es tu afecto central”.
Y después otro poema: “Tu ausencia me entristece y obnubila;/y, sin embargo,/es un puente de luz/hacia esta vida/donde tú ya no estás/donde te espero”.
Y luego un par de reflexiones más: “Querer a alguien. Morirse por alguien: desde Jesucristo hasta nuestros días es en la vida el mayor ejemplo”.
Y una meditación final sobre la rarísima yerba de la gratitud humana: “la gratitud es una lágrima de felicidad en el tiempo y un vendaval de aplausos en la eternidad”.
Anoche, creo yo, como dijo el poeta, mi corazón leal se ameritó en la sombra. Hoy navego con otros remos, en otra singladura y hacia otro puerto.
Bienvenido sea siempre el despliegue de las alas de la poesía. Que Dios reparta suerte.