He llamado, acaso con razón, paradisíaco infierno a la CDMX, donde resido hace ya casi 17 años.
La expresión paradisíaco infierno es un oxímoron, esto es, “unión ingeniosa de voces enemigas”.
Comparto con quien me lee un par de anécdotas, atañederas a la inseguridad que respira la capital del país. La primera es muy curiosa porque pedí servicio de DIDI después de impartir clase en la SOGEM.
Como la primera solicitud no prosperaba la cancelé e hice una segunda intentona. Llegó el carro y entablé conversación que, como dice Gracián, es el mejor viático en el camino de la vida.
El conductor me confesó, de manera inesperada, que era un luchador profesional, que era Máscara del futuro y me narró: “Hace unas horas un vocho rojo me alcanzó.
El copiloto iba empistolado. Y me dijo: “párate, dame tu carro o te mato”. Y yo, Máscara del futuro, le dije: “A mí nadie me amenaza.
Ni madres que te doy el carro. Y aceleré y me pelé, querido Gil”. Esta fue la palabra de Máscara del futuro.
Al día siguiente Carlos Radilla Rubí, conductor de DIDI, me narró que un día antes de que yo tomara el carro un delincuente le punzó el costado con una pistola, y le bajó todas sus pertenencias económicas y afectivas (porque traía fotografías de sus seres más cercanos a su corazón).
Con este artículo sólo quiero que iniciemos una cruzada contra esta desdichada incertidumbre, contra esta vulnerabilidad de la vida pública no solo en la CDMX, en todo el país.
Me siento funámbulo: camino sobre una cuerda demasiado tenue, demasiado endeble. Gracias a Dios sobrevivo.