Recuerdo que hace ya varios años (acaso menos de diez) entrevisté, para Ibero 90.9 Radio, al gran narrador argentino Ricardo Piglia.
La conversación fluyó dúctil, mercurial, sin sobresaltos ni tropiezos. Sin embargo, en un pasaje de la misma recordé ¡No sé por qué! A Anacreonte, el poeta griego del siglo VI a. C.
Narré la anécdota aquella cuando en una noche borrascosa, aterido por el frío y hambriento, Cupido es sacudido por la crueldad de la tormenta y busca, al garete, morada.
En su cabaña, el poeta advierte que alguien vaga quejumbroso extramuros. Se asoma por la ventana y advierte al pequeño viandante. Le ofrece pasar a la cabaña. Cupido acepta.
El poeta le seca la ropa, lo abraza emocionado, le da de comer: extrema cuidados por el pobre niño vapuleado por el rigor de la naturaleza.
Luego el niño duerme una siesta de oro molido. Tras despertar, inopinadamente, Cupido arranca una flecha de su carcaj o aljaba, tensa la cuerda y arroja la saeta justo al corazón de quien había sido su protector, de quien le había brindado hospedaje. El poeta cae abatido, moribundo.
Cuando narré la historia a Piglia recuerdo nítidamente que me dijo: “Los mexicanos sí que tienen historias que contar: ¡qué anécdota!”. Le dije de inmediato que se trataba de una Oda del gran Anacreonte.
Y me dijo: “¡Ah! Con razón, pero tú la trajiste hasta nosotros. Las historias de los mexicanos son más estremecedoras que las de Sófocles.”
Y no le faltaba razón a Ricardo Piglia.