Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla y su vida cumplió un arco temporal de 1836 a 1870.
Es lamentable que una inteligencia avispada, dueña de un seguro instinto de poeta, haya muerto cuando contaba sólo 34 años.
Hay varias hipótesis sobre la causa de su deceso, pero la más citada es que murió de una tuberculosis que le quebrantó la salud desde sus veintiún años.
Me retienen muchos libros del poeta romántico y, sin embargo, suscribo la opinión generalizada de que su obra bífida de nombre Rimas y leyendas es su expresión literaria maestra y, si me apuran, me quedó con esos temblorosos y melancólicos poemas que han tramontado los años para reafirmar lo que el mismo poeta pensó en el crepúsculo de sus días: seré reconocido con más fervor tras mi despedida.
Y así ha sido y así será.
Y de sus Rimas puedo citar tres o cuatro de memoria. Me decanto con aquella que inicia “Cerraron sus ojos/ que aún tenía abiertos”. Es un poema como la copa de un pino.
En la otra orilla Jaime Balmes (Vich) 1810-1848 (38 años) murió asimismo de una tisis pulmonar tuberculosa.
Me gustaban y releía con fruición tres de sus libros: El Criterio, Filosofía Fundamental y El protestantismo comparado con el catolicismo.
Y disfrute también su refutación de la estatua de Condillac: la estatua, delimitada por el olfato, sólo puede conocer olores.
A Bécquer y a Balmes los emparienta la infausta forma de morir, pero también el leve anacronismo de sus edades:
¡Cuando muere Balmes el poeta de Sevilla sólo tenía 12 años!
