Héctor García, el Pata de Perro, llegó a ser uno de los mejores fotógrafos de México. Sus fotos no sólo aparecían en los periódicos de la capital sino que se publicaban en diarios y revistas gringas, sudamericanas y europeas; cubrió importantes movimientos sociales como los de 1958 y el de la noche de Tlatelolco; tuvo cercanía con grandes pintores, desde los Tres Muralistas hasta Cuevas; fue colaborador y amigo de periodistas y escritores como José Revueltas, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Gabriel García Márquez. Sobre todo, supo retratar su ciudad, su país y su gente.
Pero antes fue un niño de la calle.
Contada por él mismo en varias entrevistas, su vida se lee como una novela picaresca medieval. Para darse una idea de cómo fue –decía- hay que ver los grabados de Posada o escuchar los corridos de Vanegas Arroyo, “porque las circunstancias que se vivieron en la Colonia prevalecieron mucho tiempo”.
Su primer cámara fotográfica se la regaló el director de la Correccional para Varones, a donde había ido a parar a los diez años acusado de robar unos panes y comida. Conservó ese regalo por mucho tiempo.
Con ese aparato tuvo la experiencia que le descubrió su vocación, al tiempo que lo hacía darse cuenta del largo camino que tendría que recorrer si deseaba dominar la técnica y poder fotografiar cuanta situación se le presentara.Ya veinteañero y con tarjeta de bracero en la bolsa, llegó a la frontera con Canadá.
Era la Segunda Guerra Mundial y su labor era, junto con compañeros de la misma edad, palear la nieve que obstruía las vías de los trenes. Estos corrían a oscuras y fuera de horario por razones de seguridad.Una madrugada de domingo trabajaban horas extras –por la paga- en el interior de un túnel.
Pasó un ferrocarril muy grande que les hizo pegarse a los muros. Cuando por fin terminó, comenzaron a contarse, aturdidos y enceguecidos.
Al disiparse la nube de nieve y vapor levantada descubrieron que el tren había arrollado a uno de ellos. Héctor García siempre recordaría la imagen del manto de nieve bajo la suave luz del amanecer salpicada por los restos y la sangre de su amigo, como la de un campo de amapolas.En su lonchera cargaba la camarita que le habían regalado casi diez años antes y con ella fotografió la escena.
Al regresar al campamento en el pueblo, llevó el rollo a la farmacia para que se lo revelaran. Cuando se lo entregaron, todas las fotos estaban blancas.
Sentí una gran frustración -contaría después-. Pregunté desesperado qué había pasado, pero no hablaban español. Por fin alguien me ayudó. Como pudo, me explicó que al fotografiar escenas blancas había que sobre-exponer dos pasos de diafragma o dos tiempos del obturador de la cámara para compensar el reflejo de la luz en una superficie como la nieve.
No entendí nada, pero me sentí fracasado.La siguiente semana fui a Nueva York en mi descanso –continúa narrando-.
Vi un local con el anuncio de una cámara. Entré y pregunté si alguien hablaba español, me contestaron que sí, y que ahí se daban clases de fotografía. Me inscribí de inmediato. Así comencé a aprender a escribir con luz.