Es muy improbable que llegue a haber un enfrentamiento militar directo entre Irán y Estados Unidos, porque no le conviene a ninguno de los dos. Después del desastre de la guerra con Irak, la política exterior de la República Islámica ha sido agresiva pero siempre cautelosa, en general mediante fuerzas irregulares. El presidente Trump, por otra parte, es impredecible en sus exabruptos, pero muy consistente en su aislacionismo: puede amenazar al resto del mundo, a todos, de Corea del Norte a Venezuela o Irán, y cada tanto autoriza un bombardeo de exhibición, pero no compromete tropas (eso aparte de que Estados Unidos no tiene en realidad ningún objetivo estratégico en Irán).
Sin embargo, si ninguno quiere la guerra, los dos quieren los gajes del clima de guerra. Para los dos, lo importante son las ganancias que ofrece el ambiente bélico. La guerra, incluso el solo anuncio de la guerra, abre oportunidades políticas: trastorna la opinión pública, altera la política interna, transforma el escenario regional, tensa las relaciones diplomáticas entre muchos diferentes actores —la guerra es productiva. Para empezar, permite llamar a la unidad nacional, que es algo muy útil.
Como potencia, Estados Unidos siempre ha sabido aprovechar las guerras para otras cosas. Conviene tenerlo en cuenta, porque México es un blanco mucho más fácil, más popular, más asequible —y estamos en año electoral.
Entre las razones para asesinar al general Soleimani, el vicepresidente Pence mencionó su participación en el fallido atentado contra el embajador de Arabia Saudita en Estados Unidos, en 2011. Vale la pena recordar: no hubo atentado, no hubo ni siquiera proyecto de atentado ni conspiración ni participación alguna del gobierno de Irán; agentes de la DEA se hicieron pasar por narcotraficantes mexicanos, e hicieron creer a Mahmoud Arbabsiar (ciudadano estadounidense, vendedor de coches usados de Corpus Christi) que podían cometer un atentado semejante. Eso fue todo, un montaje de la DEA. Pero con eso se justificó entonces una ruidosa señal de alarma por parte del gobierno de Obama, porque “los cárteles” mexicanos habían formado alianzas con “terroristas islámicos”. No es casual que se saque de nuevo a cuento precisamente ese caso.
En las ocho columnas de El Sol de México el sábado pasado había esto: “Lanzan alerta en la frontera; buscan iraníes”. El texto decía que la Oficina de Aduanas de Estados Unidos pidió la alerta “por la presencia de cuatro iraníes en la zona fronteriza” que tratarían de cruzar con explosivos; el gobierno de Sonora pidió a la policía estar alerta “en caso de ubicar a personas de Medio Oriente”. Más vale no preguntar cómo sabían nada de eso. La alerta sirve para señalar de nuevo la frontera mexicana: como si no hubiese una frontera cuatro veces más larga con Canadá, como si no hubiese 20 mil kilómetros de frontera marítima.
En otro tema, que es el mismo, nuestro gobierno festeja la renovada energía con que en Estados Unidos se combate a los “cárteles mexicanos”. Y agradece mucho las ofertas de colaboración: como si tuviésemos los mismos intereses, los mismos objetivos. No se alcanza a ver el fondo.