La epidemia ha convertido al mundo en un inmenso laboratorio, en el que se llevan a cabo docenas de experimentos de todas clases. La parte médica es la que tiene menos novedad: encontrar la vacuna puede ser un proceso más o menos complicado, lento, encontrar medicamentos que sirvan para paliar los síntomas, entender, medir la tasa de contagio, las mutaciones, pero es fundamentalmente lo que se hace con cualquier otro virus. Los experimentos políticos, jurídicos, sanitarios, son mucho más interesantes porque sus resultados son absolutamente impredecibles.
Las reacciones de los gobiernos son muy diferentes de cualquier cosa que hayamos conocido. No solo porque la amenaza sea nueva, que lo es solo hasta cierto punto, sino sobre todo porque los recursos tecnológicos, jurídicos y políticos con que se cuenta son nuevos. El resultado es una combinación de expedientes medievales con una tecnología como la que pudo imaginar Aldous Huxley. Acaso la posibilidad de rastrear, geolocalizar como se dice, los movimientos de cada ciudadano día por día sirva para mitigar en algo la epidemia, pero desde luego sirve también como ensayo general para cualquier otra cosa.
De momento, la enfermedad es la materia de todas las conversaciones. La epidemia como metáfora: la epidemia, el contagio, el virus, la contaminación, es el esquema implícito para interpretar cualquier fenómeno, y todos remiten finalmente a la salud, en una conversación irremediablemente circular. Casi nadie sabe de lo que habla, pero saben por qué dicen lo que dicen. Los miedos, todos, emergen transfigurados en miedo al contagio —o disimulados como miedo al contagio. Y de pronto es posible hablar de las cosas de las que no se habla, decir lo que no se dice.
Circulan mensajes ecuménicos, llenos de buenos sentimientos, de actrices, cantantes, psicólogos improvisados que hablan de las cosas que de verdad importan. También, con más frecuencia incluso, mensajes patrióticos, con la temperatura bélica que corresponde para hablar de las virtudes de nuestro pueblo, del heroísmo, el espíritu de sacrificio por el que ganaremos también esta guerra. Pero lo interesante es que todo eso se sostiene sobre un lenguaje crudamente biológico —indicador de una decadencia verdaderamente insondable.
El ministro de Salud de Ucrania, Ilya Yemets, dijo hace unos días que el virus no afecta a los niños, pero que hay que dar por muertos a muchos de los jubilados: “Siempre digo a quienes nos ayudan que debemos concentrarnos en quienes aún están vivos... hay que calcular cuánto dinero necesitamos para los vivos, no para los cadáveres”. Y hay que agradecer la franqueza. En un lenguaje apenas más matizado, Frits Rosendaal, del Centro Médico de la Universidad de Leiden, en Países Bajos, explicaba que Italia tenía saturadas sus unidades de cuidados intensivos porque admitían para dar tratamiento a muchos ancianos: “Ellos admiten a personas que nosotros no incluiríamos porque son demasiado viejas. Los ancianos tienen una posición muy diferente en la cultura italiana”. La cultura, como eufemismo para decir irracionalidad.
Es la victoria final de la biología.