Sería difícil exagerar la gravedad del desastre educativo. A estas alturas, una generación entera ha perdido ya dos años de escolaridad, y podrían ser más. Si lo consideramos en términos del desarrollo del país, dos años menos de escolaridad general significa un retroceso de cincuenta años. Lo que se pierde como contenido concreto del aprendizaje es lo de menos. Lo irreparable es la pérdida de la experiencia de la escuela: el lugar físico, los compañeros, los maestros, la vida en ese otro espacio donde los estudiantes son todos iguales, y no hay ni la protección ni la violencia que hay en el espacio doméstico.
Pero hay más. La necesidad de mantener a los niños en casa, y continuar de alguna manera la educación en casa, reduce a la escuela al ámbito privado, es decir, al ámbito de la desigualdad. Allí se reproducen, se multiplican todas las carencias, todos los privilegios también. En un salón de clases puede atenuarse un poco la diferencia que hay entre una familia y otra, una casa donde hay algunos libros y otra donde no hay ninguno, unos padres con educación media y otros con primaria incompleta. Sin el salón de clases, la posibilidad, por precaria y defectuosa que fuera, la posibilidad de contar con un espacio público de socialización, donde aprender en la práctica algún rudimento de la condición ciudadana, ya no existe. Y no podemos saber cuáles vayan a ser las consecuencias.
En todas partes se ha tratado de salvar algo del sistema educativo mediante la tecnología, porque los recursos actuales permiten simular reuniones. Pensar que eso pueda sustituir a las clases es una ilusión: una sesión de clase no es un intercambio verbal, sino una experiencia que implica muchas otras cosas. Sin salones, sin compañeros, sin el patio de recreo, sin la mirada de los profesores, lo único que queda de una sesión de clase es el horario: si nos conformamos con eso, como han hecho la mayoría de las escuelas y las universidades en el mundo, significa que no hay una diferencia real entre una escuela y una oficina de pasaportes. Algo así sucederá con las clases por televisión, aparte del atraso tecnológico que implica, que supone pedir a los niños una casi completa pasividad.
Otra cosa es posible. Se podría empezar por reconocer que no ha habido esos dos años de escolarización, y que la educación se retome, cuando sea posible, donde quedó en su momento —y volver a primero, a tercero, a sexto. Simular que no ha pasado nada, que la tele sustituye eficazmente a las clases, y que se puede pasar de curso, eso sí garantiza que sean años perdidos. En cambio, en vez de intentar transmitir por la televisión los mismos contenidos de las clases normales, y dar por aprobado un curso que no se tuvo, se podría empezar a pensar qué es lo que sensatamente se puede enseñar en estas condiciones, y dedicar este tiempo a eso. Pienso en la principal debilidad de nuestro sistema educativo: nuestros estudiantes, de secundaria y preparatoria y universidad, no saben leer, no son capaces de leer un párrafo de corrido ni de sintetizar lo que han leído —ya no digamos escribir. Si en este tiempo se pudiese enseñar a leer, y se dedicase tiempo a la lectura, el efecto sería de verdad revolucionario. No será.