Llevamos por lo menos 50 años hablando de la corrupción todos los días. Es un tema que sirve para hacer campaña, ganar elecciones, vender periódicos, para explicar casi cualquier cosa. Llama la atención por eso el simplismo de las explicaciones con las que se conforma nuestro sentido común.
El primer problema está en pensar la corrupción como si fuese una única cosa, que consiste en que los políticos se roban el dinero. Y no porque eso no pase, sino que la corrupción es algo mucho más complejo, heterogéneo, más confuso, tan extenso y aparatoso como la ley. Dondequiera que haya una regla habrá ocasiones para negociar la infracción, en lo más pequeño como en lo más grave. Eso que llamamos corrupción implica fenómenos sociales muy distintos (y a veces puede no ser un problema, sino una solución).
Es igual de simplista la hipótesis cultural. Las explicaciones históricas pueden resultar muy atractivas, pero si se piensa un poco, suponer que hay corrupción hoy porque la hubo en 1560 o en 1720 es bastante absurdo. Y cuando se buscan (y se encuentran, ¡naturalmente!) antecedentes concretos es peor. Recuerdo a uno de mis profesores de historia, un mazacote de ignorancia abisal que resolvía el asunto señalando a la colonia, donde la corrupción era tal, así nos lo explicaba, que se llegaba a decir que la ley “se acata, pero no se cumple”. Es una majadería, pero ha hecho fortuna, de modo que no sobra la aclaración. La fórmula, “acátese, pero no se cumpla”, era un recurso de la tradición jurídica de la península ibérica, producto de un orden que integraba diferentes reinos, corporaciones, estamentos, mediante un sistema de fueros, excepciones y privilegios. De modo que las nuevas leyes había que acatarlas, porque se acataba la autoridad del rey, pero no tenía que cumplirlas quien estuviese exceptuado por algún privilegio —que entonces había que representar ante el Consejo de Castilla, el Consejo de Indias, lo que correspondiese. Es decir, que no es ejemplo egregio de la ilegalidad, sino expresión de una cultura jurídica desarrollada para gestionar las diferencias. Aparte de eso, habría corrupción en el siglo XVII como la hay en el XX.
Algo parecido sucede con la hipótesis, también muy socorrida, de la corrupción piramidal, la idea de que todos roban porque el presidente es el primero en robar, y su reverso lógico, que todos serán honestos cuando el presidente sea honesto. A veces se imagina un sistema mafioso, hecho de complicidades y amenazas, a veces se representa como una auténtica empresa dirigida de manera vertical. En todo caso, se supone que podría acabarse de un plumazo, solo con que el presidente quisiera (y lo malo es que nunca, ninguno quiere). No es más que una fantasía, bastante infantil, derivada de la mitología de nuestro presidencialismo.
El resultado es que pocas veces se discute en serio. Mucho de lo que se hace es inútil o está mal orientado, sirve para integrar cientos de expedientes de sanción por asuntos triviales, mientras la gran lucha contra la corrupción no es más que una elaboración teatral de la venganza —eso, en el mejor de los casos.
Fernando Escalante Gonzalbo