La visibilidad del movimiento feminista y la politización de las mujeres en todo el mundo han inaugurado la reflexión sobre conductas normalizadas en el pasado. En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, el movimiento feminista ha cuestionado la omisa postura del hoy presidente Biden ante uno de los casos más emblemáticos de abuso sexual en aquel país, el cual fue protagonizado por un juez de la suprema corte hace más de 20 años. En esta tendencia, México no ha sido la excepción y a través de la exigencia de #NingúnAgresorEnElPoder se ha cuestionado no solo al poder político, sino también al mediático –manteniendo todavía fuera del escrutinio al poder económico.
Durante la década del 2000, la televisión mexicana estuvo plagada de imágenes que mostraban mujeres semidesnudas bailando, realizando todo tipo de tareas de manera hipersexualizada, o sentándose en las piernas de conductores que las cosificaban de forma muy cínica, dizque porque era gracioso. Un espacio donde esta conducta se convirtió en insignia fue El Mañanero, donde el conductor y protagonista era un payaso caracterizado de vagabundo, de nombre Brozo. Desfilaron allí políticos y demás celebridades para conversar con Brozo, mientras una mujer en traje de baño les bailaba y, en el caso de Marcelo Ebrard, hasta acariciaba en zonas íntimas a los invitados, algunos de los cuales estaban, a todas luces, muy incómodos. De ahí que muy pocas veces fueran invitadas mujeres a platicar al programa.
En El mañanero, el payaso anunciaba productos para la disfunción eréctil y hablaba de política. De vez en cuando exponía videos de funcionarios, pero principalmente se dedicaba a decir tonterías y toquetear mujeres en cadena nacional. Casi cual utilerías del set, las mujeres que Brozo ofrecía a sus invitados hombres hablaban muy poco –uno de los personajes tenía como principal característica esa falta de palabra— y solo lo hacían cuando éste les hacía algún comentario obsceno y vulgar sobre sus cuerpos. Ninguna tenía un nombre real, y algunos de los apodos que Brozo les ponía era La Nacha Plus, La Reata y, el más horrible de todos, La Becaria, nombre que hace alusión a las mujeres que estudian y que constantemente se encuentran en situaciones de vulnerabilidad en las cuales son acosadas.
Más allá de discutir sobre si las mujeres que interpretaban estos papeles estaban de acuerdo o no con su trabajo, es innegable que la forma en que Víctor Trujillo sexualizaba a estas mujeres sí tiene implicaciones sociales, pues existe un vínculo muy fuerte entre la cosificación de los cuerpos y la violencia que sufrimos día a día las mujeres. El abuso sexual es más aceptado en países cuyos medios de comunicación proyectan el dominio masculino como algo natural, haciendo de la agresión masculina algo aceptable, gracioso, aspiracional. ¿Cuántos hombres no soñaron con hacer lo mismo que hacía Brozo con sus asistentes? ¿cuántos no llegaron incluso a replicar esas conductas? Tocarlas, inclinarlas en la mesa, acariciarlas en la espalda y sentarlas en las piernas frente los ojos de millones de personas son acciones que innegablemente contribuyen a la normalización del abuso, pues presentar a las mujeres como objetos sexuales legitima la violencia y la agresión contra ellas –y todavía más si estas situaciones se presentan como gozosas.
Como siempre, y en medio del ambiente post 8M, Víctor Trujillo negó estas críticas diciendo que esto era una campaña sucia en su contra, cuando días antes había señalado a Salgado Macedonio por decir lo mismo. Y aunque Víctor Trujillo quizás no sea un violador, de lo que se acusa al candidato a gobernador de Guerrero, la realidad es que sus acciones en televisión nacional sí constituyen una enorme parte del problema. Brozo ha sido un facilitador del acoso y el abuso sexuales. Quizá entonces, antes de utilizar al movimiento feminista para su beneficio propio, Brozo debería disculparse y aceptar el daño que le ha hecho a tantas mujeres con sus programas. Al menos nosotras no vamos a tolerarlo más.