El 14 de diciembre de 2012, Adam Lanza entró a la primaria de Sandy Hook, en Newtown, Connecticut, y abrió fuego. Asesinó a 26 personas, entre ellas, 20 niños de 6 y 7 años. De ese día en adelante, el conspirólogo por excelencia de Estados Unidos, Alex Jones, se dedicó a difundir la mentira de que los niños no habían muerto, eran actores pagados. Según él, se trataba de una farsa para que Barack Obama prohibiera las armas en el país.
El discurso se abrió camino en la conversación pública estadunidense por dos motivos: uno, las redes sociales y su imparable difusión de mentiras; y, dos, porque Jones cada vez tenía más oídos en las altas esferas políticas de Estados Unidos. Entre ellos, los de su hoy presidente.
En México las teorías de conspiración no son nuevas. Basta con recordar al Chupacabras. Pero la manera en que permean la conversación pública, sí. Por eso comenzamos a ver un paralelo con Sandy Hook: la terrible masacre de Bavispe a principios de este mes. Nueve personas asesinadas, entre ellas seis niños. Pero como los muertos tenían doble nacionalidad, como practicaban una religión distinta, y como fueron asesinados a sangre fría, “algo no checa”, como es costumbre decir en México.
A raíz de la matanza, y de la propuesta de Donald Trump de declarar como terroristas a los cárteles mexicanos, las teorías de conspiración borraron la sensatez de la conversación. Más de uno dijo que sin cuerpo no hay tragedia, y pidió, sin remordimiento, que se mostraran los cadáveres para comprobar que Bavispe no era un invento.
Tampoco faltó quien, desde la esfera de influencia del partido gobernante, sugiriera que Bavispe tenía un tinte “siniestro”. A unas cuantas letras se quedó de decir que la tragedia había sido una fabricación para desestabilizar a la autodenominada cuarta transformación.
Y es así como Bavispe se enfila a ser nuestro Sandy Hook: los conspirólogos en las redes, en YouTube, en las esferas de influencia, lucran con la muerte de niños —de bebés— para avanzar su retorcida visión del mundo. Con ello embrutecen nuestra conversación y nos intentan rebajar a su nivel.
No los dejemos. Si nos quitan la decencia y la empatía no seremos más que cascarones vacíos.
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