La verdad está en riesgo. Sé que es un concepto en disputa, que es pretencioso hablar de esta. Pero acordando que, para efectos de esta columna, me refiero a los hechos coincidentes con afirmaciones, que constituyen el piso común de nuestra realidad, entonces sí lo afirmo: la verdad está en un serio peligro y las consecuencias están lejos de ser fácilmente calculables.
Dos fenómenos visibles de esto son el muy estudiado fenómeno de las mentiras y posverdad en redes sociales, así como la difusión de fotografías y videos producidos por la inteligencia artificial (IA).
Cuestionado sobre el impacto de la inteligencia artificial en la sociedad, el historiador Yuval Noah Hahari declaró en la televisión inglesa hace unos días con contundencia: “la inteligencia artificial es una amenaza para nuestra democracia porque es el primer invento que ha hecho el ser humano que es capaz de decidir por sí mismo, y cuyas decisiones son ya a su vez capaces de decidir por colectividades”. Se entiende por esto que la propia inteligencia artificial podría tomar la responsabilidad de personas que hastiadas, como las encuestas dicen manifestarlo, que dejarían su voto a lo que pueda contestarle una página a la que se le pregunte, por ejemplo: ¿por quién debería votar para que sea mi próximo representante popular?
Además, en estas semanas hemos visto fotos del Papa vestido de Balenciaga o de un Trump tomado preso por policías, e incluso supimos de un concurso de fotografía que fue ganado por una imagen creada por IA; más allá del engaño instantáneo, nos están llevando poco a poco a cuestionarnos en la veracidad de lo que vemos.
Y reitero, no solo es lo que produce la IA, también es la manipulación del discurso y la capacidad de esparcir mentiras en redes para influenciar el pensamiento y comportamiento público.
El ejemplo vigente más importante a la hora de escribir esta columna es el referido a la salud del presidente de México. Si bien se originó todo de una nota periodística, fue marcada la discusión por argumentos sin fuentes que, alimentados por el silencio institucional, han llevado a argumentar incluso la muerte del propio presidente y han rebasado el alcance de la información oficial que indica que solo tiene COVID.
La duda entrenada puede ser la base para encontrar el conocimiento, la duda viralizada y contagiada es el síntoma de la necedad. Y peor aún si se usan palabras, imágenes, videos y pasiones para acabar con las dudas y sembrar verdades incuestionables.
Más allá de un engaño simplón, corremos el riesgo de perder el rumbo de las discusiones que hacen posible la política y con eso la capacidad de abordar los problemas si negamos la capacidad de detectar estos problemas, de coincidir en que existen y que nos afectan. El riesgo puede ir más allá y convertirnos en una sociedad de individuos que solo creen su propia versión de la realidad y fracturar para siempre la posibilidad del diálogo. Cumpliríamos aquella advertencia de que ya no existe la verdad, sino solo interpretaciones y más que nunca la coincidencia entre la afirmación y el hecho estaría perdida.
Vivimos tiempos en que todo pasa de manera inmediata, veloz y que pocas veces permite la atención a los detalles. La dispersión desmedida y a veces irresponsable de versiones y posturas a la ligera podrían distraernos de los temas y discusiones y hacer de esta una verdadera sociedad del cansancio y del espectáculo en que consumimos lo que se nos da, para dudar de todo o para creerlo todo. Tal vez debamos darnos tiempo para evitar que alguien más, o algo más, decida por nosotros y no renunciar al derecho a encontrar la verdad, nada más que la verdad, y hacernos cargo de ella.
Permítanme citar por último a Orwell: “Se les podía convencer de que aceptaran las más flagrantes violaciones de la realidad, porque nunca llegaban a entender del todo la enormidad de lo que se les pedía, y no estaban lo bastante interesados en los acontecimientos públicos para reparar en lo que ocurría”.