“La luz/ no muere sola/ arrastra en su desastre/ todo lo que ilumina./ Así el amor”, escribió Eduardo Lizalde. Pero también el desengaño. August Strindberg, cuya producción literaria es conocida por su dramaturgia, publicó La bruja (Hermida Editores) en 1890, obra que permanecía inédita en español hasta hoy. El texto funge como un testimonio contra su esposa que lo engañó y de ese impacto surge la trama.
A esta mujer la inmortaliza con el álter ego de Tekla Degner, un pérfido personaje, epítome del advenimiento social. Se contextualiza en el siglo XVII, después de que los juristas suecos frenaran la ejecución por brujería. Durante la previa caza de brujas fueron reprendidas las mujeres (y algunos hombres) que tenían conductas socialmente reprobables.
Sí, el esfuerzo literario por plasmar un romance ofrece textos logrados, sin embargo, sufrir ofrece otros más. Strindberg metafóricamente persigue a su enemiga, la heroína que desencaja con los cánones de cualquier novela decimonónica.
Condenada desde la niñez a una existencia miserable, Degner, fruto de un débil vínculo conyugal, con mala posición económica, tuvo que habituarse a estar en el mundo por pura iniciativa. Creció entre lóbregos aposentos cumpliendo la sentencia de que infancia es destino, y aunque no uno miserable (saldrá de su pobreza), sí desgraciado.
La frivolidad en el tono pretende romper barreras de clase, nacimiento, riqueza y sexo, pero fracasa porque hay algo que pernea sobre ello: el instinto que traiciona quebrando las poses, imposible de abolir.
Por Erandi Cerbón Gómez
@erandicerbon