Londres, epicentro de idilios históricos: artistas y escritores desde antaño confluyen ahí. Por ello Arthur Machen (1863-1947) elige ese escenario en su novela Los tres impostores (Backlist), que estilo Arthur Conan Doyle, comienza por lo que aparenta ser final: durante un espléndido atardecer de otoño tres amigos, Helen, Davis y Richmond, deciden despedirse de los papeles que interpretan como impostores y súbitamente desaparecen del relato: Mr. Burton, comerciante de antigüedades; Miss Lally o Leicester, institutriz, y Mr. Wilkins, secretario privado.
Después el azar desemboca en destino y surge Dayson, quien camina por una calle sobre la cual pasa enloquecido de terror alguien que huye perseguido por el odio rabioso, cuchillo en mano. Durante la persecución cae algo al suelo: el tiberio de oro cuya leyenda cuenta que el emperador romano la manda a acuñar en conmemoración de infames excesos. En el orden natural de las cosas, intenta el audaz aventurero averiguar la proveniencia del objeto histórico. A partir de ello, como si fuese talismán, Dyson irá encontrándose con personas que buscan al mismo individuo por distintos motivos, estrafalarios e inconexos. Un hombre prófugo de asesinos, una mujer cuyo hermano ha desaparecido, un agente de curiosidades y objetos preciosos, una joven supersticiosa.
La concatenación de eventos, queriéndolo o sin querer, tienen un solo hilo conductor: un señor con gafas que todos buscan. Machen adquiere la costumbre de recurrir a lo extraordinario para explicar lo más común en varios fragmentos. Cuando el misterio amenaza con aclararse o adquirir lógica, la novela continúa. Lo irresoluble e incoherente vuelven del libro algo épico.
A Machen se llega leyendo a autores como Borges, quien afirma con justa razón que no somos lo que leemos sino lo ya leído. Esta laberíntica y misteriosa trama no tiene rumbo, va siguiéndose la dirección por casualidad.