Durante cualquier régimen político, aunque radical, ha habido detractores y también quienes lo apoyan. De movimientos violentos, que escritores como Friedrich Hölderlin y William Yeats no desaprobaron, a ideologías conservadoras que, por ejemplo, Octavio Paz o José Saramago sufragaban, pareciendo incongruentes con su labor literaria.
D.H. Lawrence (1885-1930) nunca eligió su lucha: fue inherente a la tuberculosis que terminó matándolo. Presenció la transición de un siglo hacia otro; apenas tuvo el tiempo justo que otros malgastaron en prácticas ajenas. Sobre sí mismo quedan los hechos: obras que aún leemos y son una realidad que lo define.
Retrata la modernidad, periodo cuyo nacimiento atestiguó. Lawrence estuvo expuesto al escrutinio público desde que inicia publicando y, a pesar de tener talento, enfrentó crueles críticas. ¡De eso nada! (Editorial Alpha Decay), un censor español lo califica de “cuento baboso”, prohibiéndolo en 1941. Justamente Yeats, lo defendió.
Por el tono de la narración, Lawrence asumió que quizás nadie querría editarla. Un torero, una americana, Venecia y México, todo aparece para reflejar que “sangre y carne son más sabias que nuestro intelecto”. Sin embargo, esta creencia sirve para poco.
Erandi Cerbón Gómez
@erandicerbon