México vivió ayer un día más de vergüenza y degradación política: el gobierno simuló construir “la mejor democracia del mundo”, pero fue tan ilegal y aberrante que resultó un bodrio nauseabundo. Fue un acto cínicamente calculado en el proceso de dinamitar nuestro sistema de justicia, y dio paso libre a la creciente arbitrariedad, que también a estos criminales y a su descendencia aplastará.
Ese hecho no debe analizarse superficialmente. Sus raíces se hunden en la congénita perversidad de un enfermo mental que dispuso y dispone del destino de una población ausente de su primerísima responsabilidad: intervenir limpia y generosamente en la vida pública.
Cuando se lee la historia de otros pueblos sorprende la repetición de ciertos comportamientos patológicos de algunos de sus dirigentes. Me referiré a un hombre cuya huella profunda, por su inmensurable maldad, sigue lacerando a su nación:
De él dijeron los que de cerca lo trataron que “nunca fue tolerante con la disensión en las filas de su partido”; que “no le importaban en absoluto las opiniones de los demás”; que “deliberadamente se rodeaba de necios que no se atrevían a discutirle”; que “su actitud dominante se fue ampliando hasta llegar a proporciones megalómanas”; que “se encolerizaba con quienes trató durante años”; que “actuaba poseído por el odio y la cólera”; que “vivía en una extrema tensión nerviosa”; que “su comportamiento público era vulgar y grosero”; que “era difícil creer que fuera un hombre culto”; que “se burlaba de sus adversarios, tanto dentro como fuera del partido, utilizando un lenguaje crudo y violento”; que “la alteración maníaca de su estado de ánimo era característica de su naturaleza psicológica”; que “buena parte de su éxito se explica por el dominio imponente sobre su partido”; que “ningún otro partido político había estado tan íntimamente ligado a la personalidad de un único hombre, y que fue el primero que logró la categoría de un dios”; que “se le juró lealtad como líder y maestro, porque todos los demás eran enanos políticos”; que “su dominio sobre el partido tenía que ver más con la cultura del partido que con su carisma, y que su oratoria era gris, que le faltaba brillantez”; que “no podía pronunciar las palabras correctamente, pero tenía facilidad para encontrar lemas fáciles que metía en la cabeza de sus oyentes a fuerza de repetirlos constantemente”; que “fue capaz de infundir una fe fanática en el movimiento y en la causa”; que era “un hombre monomaníaco con la moral atrofiada”.
Se puede deducir que lo anterior se refiere a Tartufo (alias AMLO), pero es la historia de Vladímir Uliánov, el tal Lenin (1870-1924) que desató en Rusia una de las guerras civiles más sangrientas que registra la historia. Como dice la canción: “… tantos mundos, tanto espacio y coincidir”.