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Las Vegas sin suerte

La máquina era muy diferente a las demás, tan iguales, salvo excepciones como las que tenían alusiones a Game of Thrones. Especial
La máquina era muy diferente a las demás, tan iguales, salvo excepciones como las que tenían alusiones a Game of Thrones. Especial

Como debe ser, llegué aquí por azar. No estaba previsto ni era algo deseado, solo sucedió.

Por tal preámbulo pensé que mi suerte en Las Vegas sería prodigiosa, sin embargo, la buena racha acabó tras aterrizar el avión. Desde ese momento todo resultó normal. Normal, considerando la extravagancia que es en sí misma una ciudad como ésta, creada por la mafia, con tanto neón que los ojos duelen por las noches y construida en medio del desierto.

Sí, una ciudad en medio del desierto, ese gran mito fundador de algunas urbes contemporáneas que causa tanto orgullo y a la vez tanto daño a las sociedades que habitan este tipo de lugares. Si no me creen, pregunten en Monterrey y Hermosillo, dos ciudades en las que me ha tocado vivir alrededor de esa extravagante normalidad.

A Las Vegas no vine a apostar ni a buscar el espíritu perdido de personajes como Frank Sinatra, John O’Brien o Nicky Santoro ni tampoco a turistear por grandes edificios cuyos diseños fueron inspirados por clichés de ciudades y rincones del mundo, pero terminé haciendo todo eso y un poco más los días que pasé por aquí.

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Nos hospedamos en uno de los hoteles-centros comerciales-casinos-teatros-agujeros negros-parques de diversiones- atracados sobre Las Vegas Strip, una larga avenida ocupada por estos megaespacios, conectados entre sí a través de pasadizos secretos y puentes con escaleras eléctricas.

A la sombra de estos rascacielos están esparcidos algunos pequeños establecimientos. Desde el típico repertorio americano de tiendas como Ross, M&Ms World… pero los comercios que sobresalen en este fresco y aún pandémico noviembre son los expendios de tapabocas anticovid con variopintos diseños fluorescentes, así como también las mariguana shops y los juegos para vivir experiencias de realidad inmersiva.

Esta es la ciudad del juego y uno de los juegos que más se juega, por supuesto, es el del consumo. Cada centímetro de Las Vegas Strip parece diseñado para estimularlo y sublimarlo. No debe haber muchos otros sitios del mundo donde un consumista pueda ser tan feliz como aquí.

Por si fuera poco —y sin planearlo tampoco— estos días en los que desandamos por aquí, son los días del Black Friday, ese gran ritual consumista que precede al día de Acción de Gracias, en el cual los comercios ofrecen rebajas de sus mercancías o lanzan los modelos más recientes de sus productos estrella, provocando filas interminables de clientes durmiendo un día antes para aprovechar ofertas, o bien, estampidas, rebatiñas, discusiones, robos de carritos y hasta golpes entre marchantes con tal de lograr tal o cual mercancía: Una auténtica coreografía de locura física, corpórea y ansiosa que devuelve la fe en la compra presencial frente a la tendencia de las ventas en línea que creció durante la pandemia, para que Jeff Bezos pudiera continuar sus sueños marcianos.

Y hay que agregar que este Black Friday ocurrió luego de que el año pasado no se realizó, o se realizó bajo muchas restricciones causadas por el covid. Aunque el bicho sigue presente, en este año en Las Vegas Strip el Black Friday pareció un Black Friday habitual, salvo por el uso de tapabocas por parte de los clientes desesperados por consumir algo, o sea existir.

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Hace unas horas, mientras dormía, pensaba —¿o soñaba?— unas cosas que quería escribir al despertar. Ahora que estoy sentado frente a la pantalla se me han olvidado. Empiezo a escribir esto para ver si reaparecen o aparecen otras cosas. Creo que lo que deseaba escribir tenía que ver con Las Vegas. Era una especie de reflexión sobre este lugar fantasioso a rabiar, donde estoy pasmado constantemente por una serie de absurdos, aunque también disfruto la alegría aparente de quienes están a mi alrededor y de un increíble restaurante japonés llamado Kumi, así como de las pizzas Giordano.

Mi saldo como apostador es trágico. Perdí 65 dólares: 40 el sábado en la noche y 25 el domingo, pero la máquina en la que los perdí la última vez me cautivó demasiado. Tenía alusiones japonesas: los colores y la música que emanaban de ella cada vez que perdía un dólar eran realmente hipnotizantes. Si hubiera tenido más dinero hubiera seguido apostándolo, sin duda alguna. No me importaría haber perdido todo porque seguramente al final habría encontrado mi karma en esa máquina tan espiritual.

Ahora, la máquina espiritual era muy diferente a las demás, tan uniformes, tan iguales, salvo excepciones como las que tenían alusiones a Game of Thrones o bien, algunas medio ridículas tituladas Crazy Richs Asians.

También vimos una película 4D sobre la falla de San Andrés, escuchamos a un muy buen imitador de Elvis Presley, nos perdimos una sesión de Carlos Santana, ignoramos un próximo concierto de Andrea Bocceli, visitamos el Museo de la Mafia, anduvimos con botas, sombrero y camisas vaqueras por Freemont, la parte vieja de Las Vegas, así como también de nuevo por la acera de Strip, entre sus construcciones que nos hacían fantasear de manera casi grotesca con estar en Venecia, Bellagio, Nueva York, París, Egipto, Cuba…

Y de repente, en la noche tomaba protagonismo The Allegiant, el estadio recién terminado de casi dos mil millones de dólares donde juegan los Raiders de Las Vegas desde el año pasado y que apenas hasta este 2021 ha podido recibir aficionados.

A veces, en las noches aparecía también como un relámpago en el cielo el carrito gritante de la montaña rusa salido del hotel New York-New York, pero también sorpendía ver las góndolas recorriendo los canales del Hotel Venetian, las fuentes bailarinas del Bellagio, una pirámide de Luxor y el rodeo medieval del Excalibur. Todo un complejo entramado de producción de lo artificial y artificioso coronado con la Trump Tower, el edificio más feo a la redonda, cuya creación tampoco tuvo nada que ver con el azar. Las Vegas son eso: ficción y fealdad incapaces de producir verdad.

​Diego Enrique Osorno

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