Me gusta la U-Bahn porque puedo descubrir a la gente de Berlín. A causa del frío invierno y del terco encierro pandémico, calles y plazas suelen tener una atmósfera triste y solitaria.
Pero de manera subterránea, en el metro de la ciudad, suben y bajan personas todo el tiempo, generando ante mis ojos un animado viaje de rostros, actitudes y modos que voy descubriendo a lo largo de mi estancia en este lugar del mundo.
Así fue como las vi. Eran tres mujeres que subieron un tanto tímidas, analizando con extrañeza el entorno y se sentaron frente a mí, por lo que fue inevitable ver que proyectaban una energía peculiar, en la que resaltaba una mirada azul triste asomándose por encima del tapabocas; la otra cosa evidente es que eran abuela, madre e hija.
Mientras hablaban entre ellas —¿ruso?— noté que una, “la hija” (de unos 20 años), portaba un pin bicolor con el amarillo que simboliza el campo de un país con una cosecha hoy sacrificada por la guerra y el azul que remite a cielos invadidos por aviones de Rusia.
De repente, “la hija” notó que la observaba y me miró a los ojos, por lo que asentí queriendo manifestar mi solidaridad con su situación. ¿Logré hacerlo? No sé, pero ella asintió también con su mirada.
Luego, las tres se bajaron en Brandenburger Tor, estación de la Puerta de Brandenburgo, monumento que sirve apenas como esbozo céntrico de un territorio berlinés dividido en una docena de distritos que son pequeñas ciudades en sí mismas, dentro de la gran ciudad.
El metro siguió. Bajé en Alexanderplatz pensando en las personas desplazadas. ¿Cómo afrontar la lejanía de su hogar?, ¿a qué certezas aferrarse en esa desazón?, ¿qué sentir al ser observadas por miradas extrañas como la mía de hace rato?, ¿cuántas generaciones quedarán marcadas por esta tragedia?
Encontré la avenida llena de gente al salir de U-Bahn. Una camioneta amarilla remolcaba el monigote gigante de un Putin monstruoso metiendo a Ucrania dentro de sus fauces, mientras que atrás, a lo lejos, se leía en lo alto del sexto y séptimo pisos de un viejo estacionamiento el graffiti “Stop the war” y, frente a mí, cientos y cientos de manifestantes caminaban indignados rumbo a Brandenburger Tor.
Berlín salía así de su lúgubre confinamiento para protestar por la invasión rusa.
Diego Enrique Osorno