Porque el techo de cristal ya no las deja levantar el cuello, porque terminan extendido sus labores de cuidado en casa a la oficina, porque ya no pueden esperar a tener la oportunidad que siempre han buscado o que les haga “justicia la revolución”.
Las mujeres se van, a veces solas, a veces una tras otra o en manada, sin que sus pares varones se pregunten el porqué, con verdadero interés.
El Banco Mundial publicó en 2018 un estudio titulado “Potencial truncado: el alto costo de la desigualdad de ingresos por género”, en el que destaca que el mundo pierde riqueza por 160 billones de dólares, debido a las diferencias entre los ingresos que las mujeres y los hombres perciben durante toda su vida. Esto representa un promedio de 23 mil 620 dólares por persona en 141 países analizados.
Las mujeres representamos solo el 38 por ciento de la riqueza en capital humano, definida como el valor de los ingresos futuros de sus ciudadanos adultos, en comparación con el 62 por ciento de los hombres, y la cifra no parece mejorar con el paso de los años.
En la política, las cosas están aún peor, si bien las reformas en material electoral de 2015 y 2018 establecieron ordenamientos de paridad, esto solo alcanza al Poder Legislativo; hoy por hoy el Congreso de la Unión es uno de los tres parlamentos más igualitarios del mundo, sin embargo, cuando hablamos en cuanto el Ejecutivo no se ha registrado un avance.
Según un estudio de ONU Mujeres, en la actualidad en América Latina las mujeres ocupan el 27.3 por ciento de los puestos locales como miembros municipales o concejalas, un aumento del 6.5 por ciento durante los últimos 10 años.
Y no es porque “no estén preparadas”, pues resulta altamente significativa la escolaridad de las presidentas municipales, quienes en su mayoría han realizado estudios superiores de licenciatura y posgrado (69%), frente a la mitad de los hombres que han alcanzado este nivel de estudios, según un análisis del Instituto Nacional de las Mujeres.
A las mujeres no las dejan llegar, por eso se van.
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