La vida es tiempo que transcurre de forma continua e imparable. Es un tren siempre en marcha, implacable; sin embargo, cada quien traza el tiempo de su propia historia, la trama de los acontecimientos y la profundidad de cada instante. Me refiero al sentido y al rumbo que habrán de tomar los pasos dados.
Más allá de la noción de destino que cada cual tenga, la facultad de decidir cómo se planta uno en la marcha del tren de la vida, es la que da espesor y valor a lo vivido, teniendo claridad para reconocer la emoción a flor de piel y los porqués del corazón trepidante ante la pasión que nos mueve, conscientes de que siempre habrá un punto de llegada y sin retorno.
Me refiero a la claridad que aporta una sólida base moral que ilumine el pensamiento; a la honestidad y la valentía de reconocer errores, de pedir perdón y perdonar, incluso a nosotros mismos; al impulso, que debiera ser natural, de enmendar y seguir adelante. Se necesita conocimiento y valor para trazar el rumbo propio y para que la sinuosidad del camino sea a favor, memorable y satisfactoria.
Así lo creo. Aprendí desde mis primeras lecturas que la historia tiende a repetirse, que la poesía ahonda la mirada, que el saber debe ponerse al servicio de la humanidad y que el poder de acción es inútil si no sirve a un fin honorable, por más práctico que éste sea.
En esta temporada conmemorativa del Día de Muertos, expresión de la rica tradición mexicana y nuestra particular forma de honrar a nuestros difuntos, recordé al Rey Poeta Nezahualcóyotl con sus versos:
“¿Con qué he de irme?
¿Nada dejaré en pos de mí sobre la tierra?
¿Cómo ha de actuar mi corazón?
¿Acaso en vano venimos a vivir, a brotar sobre la tierra?
Dejemos al menos flores. Dejemos al menos cantos.”
Creo en que el espesor y la profundidad de la línea de la vida consisten en vivirla con gracia, con dignidad, honrando la verdad, edificando el espíritu con la belleza y amando con lealtad.
Carolina Monroy