La literatura desde los años ochenta tomó la línea de las relaciones humanas.
A partir de allí, la literatura, en todas sus manifestaciones, pasó a segundo término y se puso en la cumbre al autor y el culto de la personalidad correspondiente, que es el canon literario que predomina hasta esta década.
Autores, editoriales, periódicos y hasta el Estado mismo se enfocaron en las personalidades, para manejar sus ideas que, en gran parte eran marxistas, para bajarles la posibilidad de algún sobresalto político como el que había ocurrido en 1068.
Monterroso, Cardoza y Aragón, Gelman y una caterva de escritores exiliados de Sudamérica se beneficiaron con esa tendencia que sin duda limó toda arista marxista con la molicie propia de una sociedad que los encumbraba.
Fuera del campo de peligro, los escritores extranjeros recibieron todos los apoyos para mantener y prolongar su carrera literaria.
Obviamente, tenían que corresponder a ellos, pero como la creatividad no daba para más modificaron sus poéticas.
El campo literario se volvió un salón de amigos que se brindaron apoyos y recomendaciones, hasta que la literatura llegó a ser relaciones humanas y no calidad literaria.
También los lectores se acostumbraron a lo que se vendía en las librerías y en las reseñas literarias, y casi nadie le entró a la crítica literaria, la evaluación de las obras a partir de la estética.
La belleza desapareció del léxico literario y en su lugar se implantaron la “fuerza” y la “energía” literaria.
Cuando uno adquiere un libro espera algo que dé luz a la conciencia; sin embargo, la literatura se volvió banalidad, confesión, ocurrencias y juegos.
La creatividad connatural al hombre desapareció bajo los efectos de los premios, los reconocimientos, las becas y el SNCA y toda la creatividad y la imaginación literaria se quedaron como un sueño romántico.
El culto a la personalidad tomó el papel de la literatura y el reconocido como literato fue la figura principal en este campo: a mayor cantidad de reconocimientos, mayor creatividad.
La banalidad se asienta en la economía de las acciones y en el gozo que produce terminar una tarea, que es como una droga que con el tiempo pide mayor ingesta.
Publicar como una prolongación de la personalidad, con fundamentos legales, políticos y religiosos como la libertad de expresión, la democratización de la literatura y la representación del hombre como hijo de Dios, es el gran canon literario de este siglo que ya se consolida y que ha inhibido la conciencia crítica y provocado la ceguera propia de los talleres en donde se produce a gran escala.