Cada que aparece una nueva desventura bajo el apelativo lady o lord es renovada la capacidad de asombro por cuanta imbecilidad se despliega alrededor. Por parte de los implicados, que tienen la facultad de superar a los predecesores, y por parte de las audiencias, tanto digitales como de medios tradicionales, que se regodean con cada expresión que fomenta el morbo. Naturalmente, también por parte de los canales de difusión, que encuentran propicio el entorno para provocar reacciones que hacen aún más despreciable el acto al que aluden.
Con independencia de la basura que producen las televisoras privadas, los hechos que se reprueban desde la sociedad civil han encontrado terreno fértil en este México decadente, tan proclive a los excesos como carente de autorregulación. Al menos así lo dejan ver los sospechosos comunes que se pasan el marco jurídico por la región corpórea menos confesable, mientras se declaran en franco desinterés o clara ignorancia de aquello que están violentando.
Sea la violación a una regla de vialidad, la conducción personal con apego a la cortesía, el respeto a la dignidad e integridad de terceros o cualquier otra conducta que transgreda el orden público, pareciera que el desordenado presente es idóneo para las conductas sociópatas. Lo mismo para quienes se regodean con el registro de dichos actos, su propagación y consecuente linchamiento digital, porque para estar acorde a la posmodernidad, la turbamulta urbana ya no requiere presencia física, basta con reprobar los hechos desde la comodidad de un teléfono que presume la inteligencia de la que carece su propietario.
Y no digo que lores y ladys no merezcan ser sancionados. Merecido y sublime castigo acaban sufriendo los cavernícolas que pasan a los anales de la vergüenza por sus pifias. Pues, aunque el ideal es que el sistema de justicia haga lo suyo y dé a cada quien lo que corresponde, suele ser más eficaz por expedita la acusación desde la grada. Algo que de suyo compensa años de impunidad y funge como escarmiento en una relación inequitativa entre falta y pena.
Los verdugos de estos tiempos no son tales. Son más bien verdugones, magulladuras, contusiones o ronchas, provocados por la virulencia de una realidad que nos ha rebasado. Por la incompetencia de autoridades y el carácter miserable de quienes se dejan llevar por la inercia. Y también por el regocijo de los medios, que desde una pretendida superioridad moral se erigen en jueces de la población, al tiempo que recrean sus transmisiones con las escenas que les aseguran rating.