Llevo más de 20 años en el mundo de la docencia. Y casi toda una vida ligada a la educación. Desde el jardín de niños a la universidad y, luego, contraviniendo aquella idea de jamás dedicarme a dar clases, cayendo con mis huesos en las aulas. Y puedo decir que ha sido una de las aventuras más gratificantes que haya podido experimentar. Pero también una de las más aleccionadoras. No podría haber sido de otra manera. Ha implicado aprender a enseñar, en especial porque siendo egresado de una carrera sin perfil pedagógico ha sido menester instruirse en las técnicas y métodos de la educación. Pero también ha requerido adaptarse al cambio de los tiempos, los paradigmas y las generaciones.
Evidentemente no es igual dar clases hoy que hace 20 años. Alumnos, docentes, escuelas y el propio mundo no son lo mismo. De ahí la imperiosa necesidad de adaptarse y de aprender a desaprender, como dicen los teóricos en la materia y las inercias de las escuelas que buscan estar a la moda, incluso si no alcanzan a comprender lo que ello significa. Pero sobre todo ha sido imprescindible caer en la cuenta del objetivo final de la educación, es decir, la formación de seres humanos funcionales, capaces de incidir en su entorno, pero en especial de ser útiles a él, más allá de las competencias deseables propias de una determinada disciplina.
Eso tiene que ver con cada uno de los actores del proceso y también con quienes no han querido o no han sabido integrarse a éste, por ejemplo, padres de familia, sociedad y gobierno. Por ello no es un asunto menor la alarma provocada por los suicidios de alumnos en el ITAM, porque denota las carencias que existen en las diferentes áreas de la educación, cuyos síntomas son, por decir lo menos, estrés, hostigamiento y soberbia. Ya por indiferencia, omisión, incompetencia, alevosía o incluso mala leche, no es posible pretender que los inmensos currículos docentes legitimen el trato inhumano en clase, que haya instituciones que solapen atmósferas tiránicas y muchos consientan que así es como se construye el conocimiento.
Pero también tiene que ver con conciencias debilitadas por el apapacho doméstico y la creencia de que la demanda de esfuerzo en milenials y centenials equivale a violentar sus derechos elementales. Por eso cala en ellos el mote de mártires de Starbucks, por la banalidad con la que suelen manifestar sus quebrantos y la ausencia de juicio crítico con que los sustentan. Aunque de igual forma es una etiqueta que compete a sus antecesores, los miembros de la generación X e incluso los boomers, que han fungido, en mayor o menor medida, en corresponsables de eso que hoy aqueja a los escolapios. Y eso no tiene que ver con entornos públicos o privados y con tendencias o estilos, sino con un simple ejercicio del sentido común.