Cultura

Un café con Kafka

El escritor argentino Ricardo Piglia, recientemente fallecido, tenía una especial predilección por Kafka, al punto de que en una de sus obras maestras, Respiración artificial, emprendió la reconstrucción ficticia de un encuentro que perfectamente —es decir, si la historia no fuera como es— pudo darse en Praga: el de dos jóvenes con aspiraciones artísticas, uno judío, tímido, funcionario responsable que, sin embargo, trata de ganar espacio y tiempo para no obstaculizar sus faenas literarias; el otro, un exaltado y delirante austriaco que, además, pretende ser pintor. Sus nombres: Franz Kafka y Adolf Hitler.

El relato de este singular cruce de existencias corre a cargo de Vladimir Tardewski, ese fascinante personaje de Piglia, quien viendo la imposibilidad de “triunfar en los círculos académicos argentinos” guarda en un hotel de la calle Tres Sargentos, de Buenos Aires, un “descubrimiento extraordinario… hecho, por casualidad, en la Biblioteca del British Museum, una tarde de 1938”.

Su hallazgo: entre 1909 y 1910, habiendo huido del servicio militar, el joven Hitler va a parar a Praga unos meses. Allí frecuenta casi a diario el café Arcos, sitio preferido de los intelectuales, periodistas y artistas checos. A este lugar también acude —por recomendación de Max Brod, quien le incita a tener más vida social— el joven Franz Kafka.

Un café, de acuerdo con el esbozo de un relato del propio Kafka, es la posibilidad de que un círculo “se reúna sin necesidad de que nadie sea invitado. Ver y hablar y contemplar a otros hombres sin conocerlos. Es un banquete en el que cada uno decide a su gusto, por sí mismo, sin molestar a nadie”. (El “esqueleto” de este relato que se referiría a los cafés es una recuperación que hace Reiner Stach en su monumental biografía Kafka, que por fin ha llegado completa en español gracias a Acantilado, de la Retrospectiva de una amistad, de Oskar Baum, a quien el autor de La metamorfosis habría contado ese proyecto).

Pues bien, Tardewski, el personaje de Piglia, encuentra presunta evidencia —en una carta “dirigida el 24 de noviembre de 1909 a su amigo Rainer Jauss”— de que entre sus andanzas por ese sitio, Kafka ha detectado “a un extraño hombrecito que dice ser pintor y que se ha fugado de Viena por un motivo oscuro. Se llama Adolf, y su alemán tiene un acento extraño, aunque no más extrañas son las historias que cuenta. Extrañas al menos para alguien que se dice pintor, porque los pintores son mudos, dice Kafka…”.

El “gran descubrimiento” de Tardewski es presentado por Piglia de forma tan verosímil y con tanta intensidad que siempre consigue introducir la certeza de este encuentro en el lector o, al menos, sembrar la duda: “¿A quién puede referirse Kafka si no a ese propagandista del delirio, a ese insignificante profeta del dolor del mundo…?”.

Está claro que por esos años Kafka, sin tener un café predilecto, rondaba estos establecimientos que, según la penetrante definición de Stach, representaban “una de las más refinadas soluciones al problema de la distancia social óptima que la cultura burguesa había ideado nunca: una institución que permitía estar en compañía segura y sin embargo no obligaba a nada…Ya era lo bastante difícil admitir que uno se iba a un café cuando no se soportaba estar a solas consigo mismo. Al fin y al cabo, muy pocas personas admitirían juntarnos con frecuencia para no tener que despertar”.

Entonces Kafka va a los cafés, al atardecer o por la noche, jamás a las horas de luz porque, según Stach, estas las prefiere “pasar al aire libre, mientras el clima lo permitiera”; pasa ahí horas viendo las revistas, conversando con amigos como el citado Oskar Baum, el publicista Otto Pick o el novelista Franz Werfel. Pero también acude a diversos entretenimientos exóticos para la época, como ir a una feria con cantantes abisinios; por supuesto, no faltan en sus horas de ocio conceptos como el chantant, varieté o cabaret.

En este, como en muchos otros aspectos, el Kafka de Stach nos presenta a un hombre que no tiene nada que ver con el estereotipo que muchos lugares comunes han contribuido a construir: el del burócrata ensimismado, víctima de la familia o desadaptado. Por el contrario, Stach nos presenta a un Kafka más mundano y no por ello menos genial, uno de carne
y hueso que está plenamente integrado a la vida laboral y cultural de la Praga de comienzo de siglo.

Entre tanto, el que sí es un joven desadaptado es Hitler, quien por lo que sabemos, en esa misma época vagabundea frustrado (ha sido rechazado por la Escuela de Artes de Viena) y es rabioso huésped de algunos asilos para indigentes, donde cultiva todo el resentimiento que años después destilará en sus incendiarios discursos.

La barbarie nazi mataría a sus hermanas y arrasaría con muchas de las cosas que disfrutó Kafka. El autor de El proceso moriría en junio de 1924, mientras el lumpen austriaco con el que nunca coincidió en el café Arcos de Praga pasaba una temporada en prisión en la fortaleza de Landsberg, amasando toda la carnaza ideológica que concentraría en Mein Kampf y con la que movilizaría a millones de fanáticos.

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Ariel González Jiménez
  • Ariel González Jiménez
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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