Estimado don Rómulo:
Escribir a los muertos —lo sé bien— abre la puerta a lo extravagante, acaso a la locura. Pero hay épocas en las que solo buscando conversar con los difuntos podemos entender o enfrentar del algún modo la sinrazón de los vivos, su mortífera obsesión por engendrar más desmemoria para repetir las peores historias de nuestros pueblos. Con esa justificación le dirijo estas palabras, en un momento por demás triste para su nación.
Le informo en primer lugar que el Premio de Novela que orgullosamente lleva su nombre y que existe desde hace 50 años, dejó de entregarse hace unos días. Su patria, don Rómulo, no da para más; por lo menos no para este galardón con el que se conmemora su nacimiento y que han recibido las plumas más sobresalientes de la región, como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Ricardo Piglia.
¿Cómo iba a ser entregado con las calles de Caracas bañadas de sangre? ¿Cómo premiar al talento literario cuando la brutalidad es la única idea consistente del gobierno venezolano? ¿Cómo distraer divisas para un galardón cuando el erario ha sido saqueado por un grupo que se llena la boca de la palabra “pueblo”, pero que deja a éste sin alimentos ni medicinas?
¡Ay, don Rómulo! Siento interrumpir su descanso con tan penosas noticias de su amada Venezuela. No querría ver usted el sufrimiento de su gente a manos de una pandilla “revolucionaria” que, como otras en América Latina, ha pervertido los ideales de justicia social y democracia que tantas veces han abrazado nuestros pueblos solo para ser engañados y traicionados.
Recordará con amargura —porque usted mismo fue víctima de ellos— los gorilatos y juntas militares que asolaron nuestra región, sobre todo en el siglo XX. Como tales quizá no existan más, pero los Batista de Cuba, los Somoza de Nicaragua, los Barrientos de Bolivia y los Pérez Jiménez de Venezuela han sido reemplazados por algunos de los que lucharon contra ellos o por otros que, a la larga e invocando valores progresistas, se hicieron del gobierno. ¿Y creerá usted que lo primero que han hecho es buscar eternizarse en el poder pasando por encima de las libertades más elementales y destruyendo todas las estructuras democráticas que les estorban para sus proyectos?
Siento decírselo, pero no se ha evolucionado gran cosa en esos “mayorazgos de violencia impune” de los que nos hablaba en sus novelas. La grandeza y dignidad política duran poco en nuestras tierras, tanto como los nueve meses en que usted ocupó la Presidencia de Venezuela en el lejano 1948, elegido por la mayoría de los ciudadanos que por primera vez en el siglo ejercieron plenamente su derecho al voto.
Muchos aún pensamos en lo que hubiera sido Venezuela si no hubiera actuado la junta militar que lo depuso. Es tarde para lamentarnos, pero no para recordar que son los mismo tiranos de siempre que ven en las reformas democráticas, en la educación y la cultura a sus enemigos acérrimos.
Don Rómulo:
Le escribo al despuntar agosto, cuando todavía —como usted escribió— “el Orinoco muestra toda su hermosura y su grandeza al alcanzar la plenitud de su crecida anual, cuando son más suntuosas las puestas de sol que hacen de oro y de sangre el gran río”; cuando los jóvenes de su país caen a diario acribillados o muertos a golpes por las fuerzas de un orden que se dice de “izquierda” y que ondea la raída bandera del “antiimperialismo” como excusa de todas sus atrocidades.
A la tragedia que vive su país la han llamado impúdicamente “revolución bolivariana” y “socialismo del siglo XXI”, una propuesta política que ha llevado la demagogia populista hasta sus últimas consecuencias. Necesitado de todo, especialmente de esperanza, el pueblo venezolano eligió en las urnas a Hugo Chávez, quien murió en la presidencia y dejó como heredero a un hombre todavía más impreparado y ridículo que él, un tal Nicolás Maduro, con amigos y familiares dedicados no solo a la expoliación de los recursos públicos, sino a la actividad hoy más lucrativa en nuestras tierras: el narcotráfico.
Debo contarle que buena parte de la “izquierda” de América Latina apoya —unas veces en forma vergonzante y en otras vergonzosa— al régimen criminal de Maduro. En México los “progresistas” guardan oprobioso silencio.
Pero ya me despido. Lo hago con pesadumbre porque tengo presentes las palabras de Manuel Ladera en Canaima, ese personaje que “hablaba con el corazón lleno de amor a su tierra, amor doloroso, de calidad más noble que el simple apego…”. Ése que crudamente le enseñó a Marcos Vargas cómo era su país:
—Pero no hablemos más. Mire lo que viene allí.
Lo que venía —y a menudo suele encontrarse por los caminos del Yuruari— era una res destinada al consumo de algún caserío vecino, atada a la cola de un burrito por un cabo de soga que le traspasaba la nariz perforada y sangrante y con la cabeza enfundada, salvo los cuernos, en un trozo de coleta. La conducía un hombre a pie, aunque en realidad el conductor era el burrito que, adiestrado para este oficio, trotaba por delante de ella zigzagueando, para quitarle con el aturdimiento del rumbo incierto toda gana de cornearlo que pudiese traer.
Y Manuel Ladera explicó por qué había dicho que no había que hablar más:
—Ahí tiene la historia de Venezuela: un toro bravo, tapaojeado y nariceado, conducido al matadero por un burrito bellaco.