Cultura

Otro Apocalipsis en Solentiname

En 1978 pasé mis largas vacaciones entre la secundaria y el ingreso a la preparatoria del modo en que creí más solidario: boteando para la revolución sandinista, participando de las impresionantes marchas donde no faltaban los pañuelos rojinegros del FSLN y esas consignas que me erizaban la piel: “La maaaaaarcha hacia la victoria. ¡No se detiene! ¡Paaaaatria libre… o morir!”.

Sabíamos que era cosa de tiempo. Poco, porque el aislamiento internacional de la dictadura de Anastasio Somoza Debayle, hijo y sobrino a su vez de otros Somoza que desde los años 30 implantaron un poder absoluto y familiar, era ya muy grande. A esas alturas, ni siquiera Estados Unidos estaba seguro de poder sostener a Tachito; finalmente, la misma brutalidad de su ejército lo hizo imposible con el cobarde asesinato de Bill Stewart, corresponsal de ABC News, cuya ejecución en 1979, puesto de rodillas, todo el mundo pudo ver por televisión. Los asesinos no solo le dispararon a la cabeza al reportero, sino a la misma dictadura. Sus días estaban contados.

Llegaron entonces los días de júbilo, esperanza e infinita solidaridad. De todas partes llegaron médicos, maestros y miles de brigadistas para participar de la reconstrucción y de cuanto hiciera falta para darle a Nicaragua las oportunidades sociales y de justicia que la dictadura le había negado.

Por supuesto, no faltó el candor intelectual: el inmenso Julio Cortázar estaba postrado ante la ilusión del hombre nuevo, lo que le impidió ejercer la crítica tal cual, sin esos laberintos argumentativos que solía recorrer de tantas formas el gran escritor: “Me muevo en el contexto de los procesos liberadores de Cuba y de Nicaragua, que conozco de cerca. Si critico, lo hago por esos procesos y no contra ellos; aquí se instala la diferencia con la crítica que los rechaza desde su base; aunque no siempre lo reconozca explícitamente”.

Cortázar no vivió para verlo, pero hoy no tendría más remedio que rendirse ante la evidencia: se sentiría humillado por el siniestro empeño que han puesto los revolucionarios de Nicaragua en hacer verdad y con mucho plus los más infames pronósticos.

¿Qué pasa hoy en su Nicaragua tan violentamente dulce? Una pareja de mesiánicos corruptos, Daniel Ortega y Rosario Murillo, conducen un gobierno que ellos presentan como “cristiano, socialista y solidario”. Para sostener tal maravilla, mandan acribillar la desobediencia juvenil: los llaman “pandilleros”, desadaptados, piezas de una “conspiración de la derecha”. Ya van más de 30 muertos.

La excéntrica señora Murillo, acusada por una de sus hijas de abuso sexual, se presume poeta. Ella y su marido consideran que las instituciones deben estar a su servicio. Por eso nombran discrecionalmente jueces, generales, jefes de la policía y, por supuesto, diputados y gobernadores.

Lógicamente, la democracia nunca fue para ellos un fin, sino solamente un medio para obtener el poder. Y una vez conquistado, han hecho todo lo posible para minar cualquier vestigio de vida democrática auténtica: difamaron, condenaron o excluyeron a sus propios compañeros revolucionarios; amordazaron a los medios independientes, persiguieron ferozmente a sus críticos, y ahora matan en las calles a los muchachos que salen a protestar.

¿Es raro que la familia Ortega-Murillo se haya identificado con personajes como Hugo Chávez, luego Nicolás Maduro, Fidel y más tarde Raúl Castro, Evo Morales y Cristina Kirshner en su momento? Desde luego que no: compartieron, y lo siguen haciendo, la misma idea de que la voluntad del pueblo los eligió y la encarnan ellos ahora y para siempre.

La ingenuidad que arrastró a muchas generaciones a apoyar, primero a Fidel y décadas más tarde a los Ortega, no tiene ya ningún sustento moral. El desastre en que terminaron sus revoluciones no acredita más la ilusión de que el pueblo puede disfrutar del Paraíso en la Tierra.

En su relato “Apocalipsis en Solentiname” Julio Cortázar cuenta cómo, de regreso a París, mientras ve en un proyector las fotos tomadas en el maravilloso archipiélago de Solentiname, aparecen de pronto imágenes espectrales de represión y tortura:

“…por qué no mirar primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es lo mismo.

Pasaron las fotos de la misa, más bien malas por errores de exposición… me hubiera quedado tanto rato mirando cada foto pegajosa de recuerdo, pequeño mundo frágil de Solentiname rodeado de agua y de esbirros como estaba rodeado el muchacho que miré sin comprender, yo había apretado el botón y el muchacho estaba ahí en un segundo plano, clarísimo, una cara ancha y lisa como llena de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se vencía hacia adelante, el agujero metido en mitad de la frente, la pistola del oficial, marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles”.

Un muchacho, como cualquiera de los más de 30 que han muerto por decir la verdad: que en Nicaragua gobiernan unos hijos de puta en nombre de Dios y el socialismo.

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Ariel González Jiménez
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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