Cultura

Marx, utopía y dictadura

Si el marxismo-leninismo existe, entonces nada está permitido.

La Chinoise, Jean-Luc Godard

En El largo viaje, esa terrible crónica de su experiencia como prisionero de los nazis rumbo al matadero de Buchenwald, Jorge Semprún cuenta que de pronto el tren en el que los llevaban, hacinados como cerdos, hizo una parada en la estación de Tréveris, sí, la ciudad natal de Carlos Marx.

“¡Oh, dios, rediós, mierda! He dicho Tréveris, en voz alta y de repente me doy cuenta. Es una mierda, el colmo de la estupidez, que sea Tréveris precisamente. ¿Estaba yo ciego, señor, ciego y sordo, embrutecido, atontado, por no haber comprendido antes de qué me sonaba el valle del Mosela?

—Pareces estupefacto de que sea Tréveris dice el chico de Semur.

—Mierda, sí —le respondo—, estoy con la boca abierta.

—¿Por qué? ¿Lo conocías?

—No, es decir, nunca he estado aquí.

—¿Pues conoces a alguien de aquí? —me pregunta.

—Eso es, desde luego, eso es. Conozco a algunos (…) es así de sencillo. Los viñadores del Mosela, los leñadores del Mosela, la ley sobre el robo de madera en el Mosela. Todo esto estaba en la MEGA (Marx-Engels-Gesamt-Ausgabe), desde luego. Es un amigo de la infancia, santo Dios, este Mosela”.

Como muchos otros comunistas, Semprún no lo sabía, pero un poco más al este del valle del Mosela, ese mismo tren bien lo podría haber estado llevando a algún campo de concentración soviético. Le faltaba desde luego la experiencia y la perspectiva de un Vasili Grossman para comprender que más allá de su paradójica escala en Tréveris, hubo muchas otras paradas en otros convoyes de Europa donde se podía morir por igual a manos de los nazis o de los comunistas.

¿Qué hizo posible esta barbarie en la que terminaron equiparados nazis y comunistas? Evidentemente ninguna de las atrocidades del siglo XX fue planeada o autorizada por Marx, pero también es un hecho que algunas de las ideas que las animaron sí fueron pergeñadas por él. En lo esencial, porque su llamado socialismo científico —que terminó siendo, como sabemos, tan utópico como el que supuestamente superó— sirvió de matriz para una forma de religión política que buscó a toda costa traer el paraíso a la tierra justificando incluso el paso por el infierno para materializarlo. Al final, nunca hubo tal paraíso —salvo en la ilusión y fantasía de los militantes comunistas más fanatizados—, pero sí un infierno por el que pasaron millones de personas en todo el mundo, sin contar los otros millones (100, dice un moderado cálculo) que directamente fueron aniquilados en el camino hacia una nueva humanidad.

En su famosa carta a Joseph Weydemeyer del 5 de marzo de 1852, Carlos Marx le explica a su amigo que él no fue el descubridor de la lucha de clases, pero que sus aportaciones sí demuestran tres cosas: “1) que la existencia de las clases solo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases”.

Por supuesto, la instrumentación primigenia de estas ideas en la revolución rusa no pudo menos que producir un inmenso baño de sangre aun desde los primeros días; la tarea que tanto Lenin como Trotsky justificaron ampliamente (apoyados en ese esbozo que Marx les había dejado) quedó, tras la muerte del primero y la persecución del segundo, en manos de su mejor artífice: José Stalin.

La ilusión comunista opera de muy diversas formas, pero una de sus preferidas es dejar exento a Marx por la idea nada inocente de la dictadura del proletariado y suponer que personajes como Stalin o Mao obraron por su cuenta. En realidad, estos criminales no son sino la personificación de la idea esencial en que desembocaron todas las revoluciones comunistas: la dictadura del proletariado.

Como recuerda Peter Sloterdijk, ya “desde los años 20 del siglo pasado ha sido considerado de buen tono entre los intelectuales de izquierda considerar a Marx un incomprendido sobre cuyas verdaderas intenciones solo una gnosis crítica podía indicar el camino. Entonces se enfrentó al verdadero Marx con el Marx que tendría tan graves consecuencias, al analítico de sistemas con el utopista, al científico que estudiaba las estructuras con el ideólogo humanista”.

¿Qué Marx queda? Yo puse por delante (en mi artículo pasado) al genio, a la experiencia intelectual que supone acceder a su obra, pero de ese casi ya nadie se ocupa (y miren que lo hicieron en su momento incluso las mentes liberales más portentosas del siglo XX, como Isaiah Berlin y Raymond Aron). Las izquierdas realmente existentes, como las llamé en otra parte, prefieren (en los contados casos en los que lo recordaron) al Marx ideólogo que dicta las tablas de la salvación a todos los iluminados de la tierra. Un Marx absolutamente elemental, caricaturizado, que sigue siendo adorado por quienes en realidad jamás lo leerán. Un Marx alejado de sus propias potencias críticas y cercano al redentorismo más trasnochado.

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Ariel González Jiménez
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