Cultura

Los pasos de Zorrilla

Ocurre no pocas veces que la obra se sobrepone al escritor, al que llega en ocasiones a desplazar o dejarlo en el olvido, mientras la popularidad de aquella crece hasta convertirse en un lugar común. Así, quiso la suerte (¿destino literario?) que a la postre fuera más recordado Don Juan Tenorio que su autor, José Zorrilla. No hace falta hacer ninguna encuesta para entender que todo mundo ha oído hablar por lo menos de la obra y que la gran mayoría sabe de qué trata, pero que muy pocos conocen a su creador, por más que acabe de cumplirse el bicentenario de su nacimiento y que la tradición de representar su Tenorio todos los años en Hispanoamérica se mantenga hasta hoy.

Ya otra cosa es asumir que estamos hablando de uno de los más grandes poetas del romanticismo español, y también de un conservador y un oportunista que vino a México unos años, a cobrar “en imperialistas onzas de oro, su canonjía de director del Teatro Nacional”, como dijera Enrique Fernández Ledesma.

Desgraciadamente, las convicciones y actitudes de Zorrilla no estuvieron siempre a la altura de su talento. Así que acaso los hechos más puros de su vida hayan sido desobedecer a su autoritario y retrógrada progenitor (superintendente de policía, responsable de prohibir los bailes de máscaras y el uso de bigote, entre otras gracias), robar una mula para llegar a Madrid e iniciar su carrera literaria y pasar así una difícil temporada de hambre y miseria.

No obstante, su biógrafo más generoso, Narciso Alonso Cortés, lo presenta como un hombre de extraordinaria nobleza, bondadoso como niño, desinteresado por el dinero y el poder. Un santo, pues. Pero en realidad muchas de las cosas de su vida están marcadas por la sospecha o la doblez de principios. Incluso la forma en que saltó a la fama como poeta nos retrata, paradójicamente, un comportamiento poco poético: el 15 de febrero de 1837, en el cementerio de la puerta de Fuencarral, una multitud despide los restos de Mariano José de Larra, Fígaro. Aparentemente compungido por su deceso, un jovencísimo José Zorrilla declama:

Duerme en paz en la tumba solitaria

donde no llegue a tu cegado oído

más que la triste y funeral plegaria

que otro poeta cantará por ti

Deudos y público presente lo ovacionan. Ignoran lo que él mismo confesaría muchos años después en sus memorias, tal como lo recuerda Víctor Calderón de la Barca: “Su poema, en realidad, había sido un encargo circunstancial para un periódico. Finalmente el poema no se publicó, pero en el cementerio, antes de cerrarse el ataúd de Larra, el amigo que había mediado sin éxito ante el periódico, le devolvió el poema a su autor no sin antes reclamar del público allí presente que atendiera a su lectura, lo que terminó haciendo un bastante sorprendido Zorrilla. La lectura, que hubo de finalizar otro asistente por no poder continuarla un emocionadísimo Zorrilla, cautivó al auditorio”.

Así se las gastaba don José y él mismo lo reconocería presentando esto como una anécdota. Lo cierto es que tampoco tenía admiración alguna por Larra y también él se encargó de establecerlo en un verso: “Nací como una planta corrompida/ al borde de la tumba de un malvado”.

A pesar de su educación religiosa y profundamente conservadora —que él solo desmentiría a través de la confrontación con su padre—, sostuvo amoríos con una prima y diversas amantes durante su matrimonio con Florentina O’Reilly, una viuda de origen irlandés con la que vivió desde 1838 y hasta 1845, cuando la abandona para irse a París.

No es que su vida amorosa fuera cercana a la de su Don Juan (que contabilizaba los días y las horas que precisaba en su relación con el sexo opuesto: “Uno para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas, y una hora para olvidarlas”), pero es obvio que no seguía la moral que buscó imponerle el padre.

Se supone que en París frecuenta a los grandes: Víctor Hugo, Alejandro Dumas y Théophile Gautier, pero su estadía en París fue breve y estas relaciones no pudieron ser más relevantes.

Vuelve a Madrid y su carrera cobra mayor impulso al finalizar la década de los cuarenta, con su ingreso a la Real Academia. Muere su padre y recibe en herencia un sinnúmero de deudas, al tiempo que sigue huyendo de su esposa.

Prófugo de la vida marital regresa a París, viaja a Londres y, más tarde, se embarca hacia México, donde pasará más de diez años y vivirá de cerca el conflicto entre liberales y conservadores. Es una época turbulenta que abrirá paso al Segundo Imperio y a la colocación de José Zorrilla como poeta áulico de Maximiliano, un episodio al que me referiré el próximo sábado.

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Ariel González Jiménez
  • Ariel González Jiménez
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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