Cultura

Libros para no hacer la revolución

Para algunos el centenario de la Revolución rusa es la oportunidad de recordar cómo el propósito justiciero e igualitario devino terror de Estado; otros celebran la utopía revolucionaria para extender sus ilusiones hasta hoy, y no han faltado los nostálgicos que aún sienten que hace falta una URSS en el mundo.

Ha habido una avalancha de libros sobre el tema. Hay algunos títulos que han llamado mi atención: en primer lugar, Los Romanov. 1613-1918, de Simon Sebag Montefiori (Crítica, 2016), lectura obligatoria para conocer el caldo de cultivo que antecedió a la Revolución rusa: tres siglos de zarismo con 20 monarcas, que llegaron a construir el más vasto imperio sobre la tierra del siglo XIX y comienzos del XX. Todas las penalidades del pueblo ruso, la servidumbre y el hambre, la depravación y excesos del poder absoluto, pero también la magnificencia imperial y la exquisitez de la más alta cultura están contenidos en la actuación histórica de esta dinastía.

Fue la intelligentsia alentada por Catalina la Grande la que, en su frustrante desesperación (más tarde endemoniada), abrazaría los proyectos revolucionarios más audaces (en algunos casos demenciales) que abrieron el paso a los bolcheviques.

Al leer la historia de los Romanov sabemos que en la historia rusa nada se improvisa: todas las cosas, especialmente las más terribles, tienen un antecedente que el poder soviético retomaría y perfeccionaría. De ahí que Simon Sebag Montefiori sea el más indicado para escribir un libro como La corte del zar rojo (Crítica, 2010, reeditado este año en México) que va a la par de su más conocido Llamadme Stalin (Crítica, 2010). En ambas obras, el autor se adentra en la vida y entorno de quien mejor encarnaría la autocracia después del zarismo, aunque en nombre del marxismo-leninismo.

Que la revolución quedara en manos de un hombre como Stalin a nadie debería extrañar, toda vez que Lenin y Trotsky alentaron un poder soviético ajeno por completo a las más elementales libertades individuales y democráticas. Koba, como también se le conocía, no era solamente el mediocre burócrata que creía Trotsky: era también un hombre resentido, lleno de odio, limitado, pero capaz de personificar las exigencias y “sacrificios” que la revolución había previsto para alcanzar el paraíso comunista. Stalin traicionó a muchos de sus camaradas para hacerse del poder, pero no puede decirse que siguió un guión diferente del que Lenin había escrito para la revolución proletaria.

La represión brutal contra los opositores “blancos”, liberales y demócratas, lo mismo que la hambruna de Ucrania, y la persecución y exterminio de miles de intelectuales, científicos y artistas, siempre quedaron justificadas para “el padrecito” porque sus fines eran superiores.

“Los comunistas somos gente de una factura aparte”, solía decir Soso, otro de sus sobrenombres. Sebag Montefiori documenta, con el caso Stalin, lo que diferencia a los comunistas: una visión monomaniaca de la realidad, un desprecio total por la tolerancia y pluralidad, y, sobre todo, la convicción ideológica de que se obra correctamente, de que la sangre derramada, el intelectual preso, la familia despojada, el kulak ajusticiado, la colectivización forzosa, los sindicatos y partidos prohibidos... son necesarios para llegar a las metas del marxismo-leninismo.

La vida del zar rojo y sus cortesanos está llena de ingredientes personales, pero quizás la gran lección que subyace en esta revisión biográfica del dictador es que personificaba los instrumentos más violentos e irracionales de la utopía comunista.

Quizá el cuadro que mejor muestra lo anterior es el que presenta el autor frente al lecho de muerte de Koba: “(…) lloraban [los jerarcas] por Stalin, su viejo amigo, a pesar de sus defectos, su líder desde hacía tanto tiempo, su coloso histórico y el sumo pontífice de su credo internacional, aunque suspiraban con alivio al ver que agonizaba. Es posible que fueran asesinados 20 millones de individuos; que otros 28 millones fueran deportados, 18 millones de los cuales habían sido obligados a realizar trabajos forzados en los gulags. No obstante, a pesar de tanta sangre y tanto dolor, seguían siendo fieles a su credo”. Seguían siendo gente de una factura aparte.

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Ariel González Jiménez
  • Ariel González Jiménez
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