Que un director o productor de Hollywood acose o chantajee sexualmente a una actriz “no es nada nuevo”, pero de pronto es como si lo fuera. La normalidad con la que se han visto históricamente estos escándalos —y muchos otros— en Hollywood, entra en crisis. Los medios y los cómplices directos o indirectos de toda la vida tienen que asomar la cabeza, guardar las formas, condenar aunque sea por un día lo acontecido y esperar a que las aguas vuelvan a su nivel o todo quede rebasado por otro suceso igual o más tremebundo.
Pero siempre se ha sabido: quizás desde la época en que Aleister Crowley (cuando no era la Bestia, el famoso y oscuro místico que llegó a ser, sino solo “un especialista británico en narcóticos”) consideraba que el ambiente de la fábrica de sueños estaba dominado por “cocainómanos y maniáticos sexuales”.
La cita es de Hollywood Babilonia, ese brutal compendio de trapos sucios y excesos que preparó con gran talento y cuidado Kenneth Anger ya hace varias décadas, revelándonos cómo en sus orígenes la meca del cine tenía, por ejemplo, un dios, Griffith, obsesionado “por las adolescentes dentro y fuera de la pantalla”.
Pero, sobre todo, Anger nos muestra cómo Hollywood se convertiría bien pronto “en sinónimo de pecado”, del que maldicen a diario las hipócritas buenas conciencias, pero también del que es punible judicialmente. Y ya desde entonces “los escándalos explotaban como bombas de relojería”: suicidios, violaciones, sobredosis, estafas, alcoholismo, demandas, asesinatos, prostitución… La lista es en verdad abrumadora.
Este filón es infinito y nutre todo el tiempo a la prensa. Lo acabamos de constatar con las acusaciones por abuso sexual que pesan sobre Harvey Weinstein, ese personaje todopoderoso de Hollywood, dueño y señor hasta hace unos días de montones de carreras y estrellatos.
El asunto se conocía, era objeto de todas las comidillas californianas y hasta de chistes, pero nadie levantaba la voz en serio. Quizás por eso, ahora que la cloaca ha quedado abierta una vez más y que se suman numerosas voces femeninas que dicen “a mí también”, algunos personajes del espectáculo, avergonzados por lo que pasa y por formar parte de este ambiente, han tenido que exponer una suerte de mea culpa dirigido hacia las víctimas, porque es evidente que todo Hollywood conocía el perverso estilo de trabajo de Weinstein.
Otros, como Quentin Tarantino, están obligados no solo moral sino judicialmente a decir lo que saben, sobre todo ahora que la policía de Los Ángeles ha anunciado que ha abierto una investigación. Porque a todo mundo le gusta su confesión (“Sabía lo suficiente como para haber hecho más de lo que hice”), pero el director de Perros de reserva (una de las películas que le distribuyó Weinstein, por cierto) va a tener que ser testigo de un eventual proceso, en tanto que ha admitido que “había algo más que los tradicionales rumores y los chismes habituales. No era [información] de segunda mano”.
Ahora bien, creer que todo este escándalo es solamente propio de Hollywood es un error. Suponer que esto solo pasa en la industria del entretenimiento es olvidarnos de que el acoso, el abuso o el chantaje sexual contra las mujeres están presentes en todos los ámbitos laborales. Y si hemos de extraer alguna moraleja del caso Weinstein válida universalmente, esta no puede ser otra que la necesidad de que las mujeres rompan el silencio.
El origen de la impunidad es el silencio que guardan muchas mujeres frente a la agresión de sus poderosos jefes, patrones y demás depredadores que ven como cosa normal someter a sus subalternas o empleadas a cambio de un trabajo, un aumento de sueldo, una promoción o un papel estelar.
En las últimas semanas, Weinstein ha acumulado decenas de acusaciones. Su caso va a servir de advertencia en Hollywood para otros como él que actúan en distintos niveles, y será también un incentivo para que muchas otras mujeres decidan no callarse. Bien por ellas. Pero lo que se necesita es que su ejemplo cunda globalmente y llegue a todos los espacios donde algunos pretenden seguir usando del modo más infame su posición de poder.
Seamos claros: gente como Weinstein no falta en los partidos políticos, las empresas, las universidades, los museos, las organizaciones no gubernamentales, filantrópicas y hasta en las sociedades protectoras de animales. Las mujeres lo saben porque lo sufren. Y los hombres también lo sabemos y en no pocas ocasiones nadamos de muertito, como el señor Tarantino, por cobardía o por las diversas formas de complicidad que se establecen en estos casos.
Si ellas no hablan, no denuncian, y nosotros no las apoyamos o permanecemos indiferentes, las cosas seguirán de maravilla para todos esos “triunfadores” canallas que creen que nacieron para cogerse al mundo.