Al momento de reflexionar sobre el político ideal, Azorín no podía dejar de presentarnos el tema de su pareja. Si bien es cierto que no siempre detrás de un gran hombre hay una gran mujer (como tampoco detrás de cada miserable la hay), es seguro que, por el tipo de cosas que ha de soportar y vivir, detrás de cada gran político hay una gran mujer. Desde luego, son pocos y pocas las que acreditan esta situación.
Azorín valora el asunto como “un capítulo aparte” y asegura que “más bien tendríamos que escribir un tratado especial”. Porque antes que del político hablamos del hombre. Sin embargo, aquí nuestro autor —atención, feministas a ultranza— decide aconsejar cautela, puesto que “la mujer es el encanto y es el desasosiego del mundo. Conózcalas bien el político; sepa sus picardihuelas y malicias; ámelas, muéstrese siempre afable y generosos con ellas. Pero no se enfrasque en pasiones violentas, desenfrenadas; guste ligeramente de ellas; retócelas sin poner en ello un gran empeño”.
Con justicia, lo mismo podemos aconsejar a la esposa, novia, amante, amigovia, escort, asistente con derechos y demás categorías que tanto gustan al político mexicano: retócelo, pero poquito. Y yo le diría más a las chicas: dadas las malas costumbres del político, lo mejor sería estar siempre alejada de sus negocios. Ahora que, si quieren empoderarse y ser féminas protagónicas, pues hay muchos ejemplos de mujeres que con abnegación y haciendo honor a la igualdad alcanzada, han acompañado a sus maridos en diversas aventuras de poder. Ahí tenemos a la pareja de Iguala, ejemplar unión “hasta la victoria siempre”, o los Duarte de Veracruz, amor sin barreras financieras.
En varios capítulos de su libro Azorín plantea la elocuencia (que huye de la abstracción), pero sobre todo la prudencia; por eso dedica directamente una parte al tema del discurso, tan venido a menos en nuestro país. No es que uno extrañe a los jilgueros especializados en hablar dos horas para no decir nada o repetir incesantemente buenos deseos. No. Pero el tecnócrata, lo mismo que el populista dicharachero, han puesto por los suelos el arte del discurso político: su aplomo, elegancia, precisión, en fin, toda la emoción que debería encarnar cuando (claro) desea transmitir un ideario superior.
Pero como las ideas son pobres, y quien las transmite frecuentemente apenas si ha cruzado la indigencia intelectual, sus piezas discursivas son poco menos que infames. Su capacidad para improvisar es patética y mucho les valdría tener en cuenta las líneas preliminares que sobre el tema nos da Azorín: “La mejor preparación del discurso es conocer bien la materia de que se va tratar. Estúdiela perfectamente el orador; déle mil vueltas; empápese de ella…”. Es lo menos que cabe esperar de un personaje que salta al estrado.
Pero todo político debería aspirar a más. Si es consciente de que hay discursos que cambian la historia, es decir, si percibe mínimamente que un discurso puede ser el final o el principio de algo grande, debería atender la definición del autor de La voluntad: “Un discurso es una obra escénica completa; el orador perfecto tiene a la vez del autor dramático y del actor. Concurre al éxito del discurso mil diversas circunstancias. Tenemos, ante todo, la autoridad, el prestigio de quien habla; luego, el momento en que se habla; también la ansiedad, la expectación que se ha formado respecto a lo que se espera diga el orador; de igual manera el peligro que este pueda correr en no ser dueño de sí mismo, es decir, en no acertar a dominarse por completo, y en las consecuencias que sus palabras pueden tener”.
Pero lo más importante sigue siendo, desde luego, honrar la palabra, los compromisos. Y si hay un político sincero con éstos cuando los adopta, conseguirá comunicarlos con emoción, con la fuerza del que enarbola una causa y grandes objetivos.
Otro es el merolico, el que habla por hablar, sabiendo que participa de una escena fraudulenta que tiene como público a los acarreados, esos contingentes vergonzosos pero indispensables para que la política nacional siga reproduciéndose.
Un tema final: el retiro. Azorín piensa que hay que saber elegirlo: “Si el tiempo o los achaques le hicieren inútil para la vida pública, sepa determinarse a la retirada. Y si la vida cortesana —que es la mejor vida— no le agradare o no le conviniere, sepa también elegir un lugar de retiro”.
Esto, que parece muy lógico, es algo absolutamente extraño para el político mexicano, que solo se ve apartado de sus ambiciones y “responsabilidades” por la enfermedad, la defenestración o la cárcel (y claro, cuando tienen que huir”).
Sin embargo, para ser justos no hay una edad para el retiro del político y menos aún cuando se mantiene vigente y activo. Pero no abunda esta especie. La vida pública se ha ido poblando de viejos auténticamente decrépitos y jóvenes seniles, todos carentes de energía y disposición para grandes empresas. Políticos deprimentes que nunca han leído ni leerán a Azorín.