El político y las letras no han hecho nunca buenas migas. En todas partes este vínculo es infrecuente, pero en México, sobre todo en los últimos tiempos, constituye una rarísima excepción. Y, ojo, no soy de los que creen que sea indispensable que el político sea culto: generalmente los pueblos agradecen más otras virtudes, como la sensibilidad, la inteligencia para rodearse de quienes conocen los asuntos de gobierno, la honestidad (tan escasa que parece ya imposible) o simplemente el sentido común (el menos común de los sentidos, como se sabe).
Pero, claro, la cultura nunca está de más para el hombre que busca el poder y que sabe para qué sirve. Por eso es mejor, suponemos, el que ha leído a Maquiavelo pensando en la política y el arte de gobernar, no en las enseñanzas para ser “maquiavélico” (una de las más pobres e injustas interpretaciones que tendría la lectura de El Príncipe); o el que se ha acercado a El político, de Azorín, una de las más deliciosas y formativas experiencias intelectuales que puede tener alguien con aspiraciones en ese terreno.
Desgraciadamente casi nadie lee hoy al buen Azorín, cuyo verdadero y largo nombre es José Augusto Trinidad Martínez Ruiz. Este finísimo escritor español, practicante de todas las posibilidades de la prosa y que acaba de cumplir 50 años de fallecido (sin que muchos lo recuerden), nos dejó entre otras muchas obras esta que he mencionado arriba.
Algún despistado puede creer que este destacado miembro de la Generación del 98 poco o nada puede decirle al político moderno, pero justamente esa creencia —de que el político de hoy se las sabe todas, cuando por lo que vemos no sabe nada— es la que nos ha venido hundiendo en el desastre.
Las enseñanzas de Azorín, de tan ricas y exactas, son útiles para el político de todos los tiempos. Allí donde sea tiempo de gobernar, de representar, de legislar o dirigir, ahí pueden brillar las sencillas pero profundas lecciones de este gran autor con estilo personalísimo, diáfano y directo.
Por lo demás, no se crea que nuestro personaje no tuvo nunca una experiencia directa en estos menesteres. Su padre —que ocupó los cargos de alcalde y diputado— y luego él, varias veces diputado y subsecretario de Instrucción Pública, supieron lo que era el manejo en una escena política real. Así que también por ese lado hay que considerarle, sobre todo porque viene a demostrar que la experiencia pública, lejos de estar reñida con la ambición literaria, pueden ser grandes aliadas (si bien tampoco él creyera, por ejemplo, que el político debiera ser ni siquiera un gran lector).
Pero está claro que Azorín ha perfilado en su obra al político ideal, el bien vestido y plantado, el riguroso, serio, exigente y cordial, educado y sobrio, atento al mundo, en fin, un personaje cada vez más extraño en nuestra vida pública.
La madurez con que Azorín llegó a reflexionar sobre lo que necesita un político para su cabal desempeño quizá le viniera, paradójicamente, de su cercanía juvenil con el anarquismo: traductor de Kropotkin y publicista de estas ideas, acaso su examen más detenido lo terminaron por convertir en una especie de conservador nada intolerante. Solo quien conoce las ideas radicales puede justipreciar más correctamente el valor de la moderación y la prudencia en la actuación política. Por eso sus consejos están cargados de una sabiduría para todas las épocas y lugares.
Ah, si lo leyeran y comprendieran en toda su riqueza nuestros políticos... esos devaluados protagonistas de la estafa y la estulticia. Pero no lo hacen. Y difícilmente lo harán, por lo que si alguno alcanza a leer casualmente estos comentarios al manual político del maestro español, quizás algún provecho obtenga de cara a las próximas justas electorales.
Creía Azorín, en primer lugar, que el político ha de ser fuerte: “La primera condición de un hombre de Estado es la fortaleza. Su cuerpo ha de ser sano… Sea el político mañanero; acuéstese temprano”. Todo lo contrario, pues, de nuestra barrigona y perezosa clase política, somnolienta en las sesiones camarales, incapaz de llegar a pie (tampoco en bicicleta) a ningún sitio; con hábitos enfermizos en el comer y en el beber (amén del mal gusto, no importa lo caras que sean sus pantagruélicas comidas).
Le sigue el arte en el vestir, pero Azorín nos recuerda que la “elegancia es casi una condición innata, inadquirible. No está en la maestría del sastre que nos viste; está en nosotros”. Algo muy simple que nuestro compulsivos compradores de carísimas corbatas, zapatos, trajes, relojes y vestidos de grandes marcas no pueden entender. Y cuanto más humilde es su extracción social, más buscan las monas vestirse de seda, produciendo un grosero espectáculo solo costeable a través de pillaje y la corrupción.
Más comentarios a los buenos consejos de Azorín, la próxima semana.