Tal parece que en nuestro mundo ha crecido, y sigue creciendo, el número de enfermedades mentales. No soy especialista en este tema, sino simple espectador. No hace falta indagar demasiado como si fuéramos detectives buscando al mayordomo asesino en un caso muy complicado; basta abrir cualquier noticia, y ante nuestros ojos aparecen muchos ejemplos de personas que se insultan simplemente por no estar de acuerdo con lo que alguien dijo o escribió.
Se puede deducir que tales niveles de agresividad deben tener causas concretas, como frustraciones existenciales, violencia intrafamiliar, odios fomentados quizás por falta de cariño, cansancio vital, insatisfacciones donde el orgullo busca una salida como el vapor en una cámara cerrada, y seguramente otras más.
Muchos que no se conocen se insultan y se desean males como la muerte. Se tachan de mil deformaciones, sin que se hayan hecho estudios psicológicos aplicando pruebas confiables.
Me parece preocupante descubrir la agresividad generalizada en las redes, pues proviene de actitudes negativas que pongan en peligro la paz social. El número de estos casos crece sin límites tanto en la cantidad de sujetos como en los niveles que van desde el simple desacuerdo hasta el odio más visceral. Un elemento esencial en tales debates es la falta de medida. Alguien puede ser tachado de demente, perverso, degenerado, parásito, y de muchas otras formas, por opinar sobre temas insustanciales.
Claro que todos tenemos derecho a estar de acuerdo o en desacuerdo y a opinar sobre cualquier tema si lo conocemos. Nadie nos puede impedir dar nuestra opinión, pero la interacción personal siempre debería fundamentarse en el respeto.
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