Política

Las golondrinas

  • Columna de Alberto Isaac Mendoza Torres
  • Las golondrinas
  • Alberto Isaac Mendoza Torres

Cuando leí a Roger Bartra y su tesis de que el mexicano es un ajolote preso en la jaula de la melancolía, comprendí a un amigo europeo a quien no le gustaba ir a los karaokes en México. Son muy deprimentes. Pura canción de despecho les gusta cantar a los mexicanos, me dijo.

Canciones que hablan de una pérdida amorosa, en la que se tiene claro a quién se ha perdido, pero está muy oscuro el entendimiento de lo que del Yo hemos perdido en esa pérdida, para ponerlo en términos freudianos.

La canción y circunstancia que más luz arroja sobre nuestro ser melancólico es sin duda alguna “El Triste”. José José, su intérprete, encarna según la mitología nacional el perfecto arquetipo del mexicano. Realizó una impecable interpretación de la melodía, pero le fue negado el primer lugar en el Festival de la Canción Latina de 1970 -en realidad quedó en tercero-.

Nos robaron (el oro, el penacho de Moctezuma, el dinero de los bancos), pero no lo volverán a hacer, repetimos patrióticamente los hijos de la soldadera patria. Es tan triste nuestra realidad, escribió Roberto Cantoral, que “hasta la golondrina emigró, presagiando el final”.

Mi asociación de la tristeza con las golondrinas llegó en el último verano de la escuela secundaria. Una presunta novia me invitó a comer a su casa. Sus padres no me querían ahí, pues si bien era menos pobre de como llegué al mundo, lo cierto es que también tenía menos oportunidades de las que esperaba un ejecutivo de la industria automotriz para su hija.

Ella me contó en voz baja que unas golondrinas habían anidado en el patio de su casa. Y que eso era un mal agüero. A la semana se estaban mudando de ciudad, como quien huye de la desgracia. Jamás supe de ella. Se la tragó el mar. O quizá las golondrinas.

Desde entonces cada verano cuando una de esas aves se cruza en mi camino me preparo para una pérdida.

El año pasado unas golondrinas comenzaron a construir su nido en la entrada de mi casa.

Una mañana un dolor indecible me levantó de la cama y me escupió en el hospital. Según los doctores que me atendieron la operación a la que me someterían era de rutina. No sé que pasó, no sé si ellos lo sepan de cierto, pero la verdad fue que un corte mal hecho a una arteria estuvo a punto de costarme le vida.

Cuando regresé a casa pedí que quitaran el nido de las golondrinas que tanto trabajo les había costado edificar. Dos días después volvió a aparecer. ¿Cómo fue posible eso si la primera vez tardaron más de una catorcena en levantarlo? A los días lo comprendí.

Las crías estaban a punto de nacer y había que acelerar el proceso. Dejé de pelear con la tristeza de morir sin morir, melancolía le llaman. Y ahora disfrutaba del trinar de las golondrinas, que a poco fueron creciendo hasta que un día cerca del otoño, ya no volvieron más a su casa. En realidad, yo compré un nido en donde debe ir su hogar. Este año han vuelto ya. Con la misma laboriosidad han bordado las camas donde nuevas crías nacerán, en el mismo lugar que con más soberbia que razón intenté negarles.

Esa es la diferencia entre el ser humano y la naturaleza animal. Mientras que los segundos tienen claro lo que deben hacer y cómo hacerlo, los primeros no nos cansamos de errar, de tropezar y arrastrarnos para volver a caminar, buscando algo que hemos perdido, pero que no sabemos con claridad qué es.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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