Política

Adolescencia

  • Columna de Alberto Isaac Mendoza Torres
  • Adolescencia
  • Alberto Isaac Mendoza Torres

Alguna vez el filósofo alemán Walter Benjamin dijo que la primera experiencia que tiene el niño no es que “los adultos son más fuertes, sino su incapacidad de hacer magia”. Siempre que un filósofo lanza un aforismo o alguna sentencia similar a esta hay que preguntarse qué nos está queriendo decir.

La interpretación que le da el filósofo italiano Giorgio Agamben es que es probable que la “invencible tristeza en la cual se sumergen cada tanto los niños provenga precisamente de esta conciencia de no ser capaces de hacer magia” y lo justifica argumentando que aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y de nuestras fatigas no puede de hecho hacernos verdaderamente felices.

Sin embargo, quizá a lo que hacía referencia Benjamin es que el niño se da cuenta de que está arrojado en el mundo solo, para hacer referencia al concepto de Martin Heidegger -otro filósofo alemán- cuando descubre que precisamente su padre o sus padres no pueden hacer magia y por lo tanto ellos tampoco.

No hay duda de que el mundo infantil, sin importar la edad cuando este ocurre, es por fuerza el mundo de la magia. Solo el infante es capaz de llevar las cosas a un estado topológico que convierte las pompas de jabón en naves intergalácticas de un mundo donde el Sol está hecho de agua.

No hay seres con más magia en esta tierra que los niños. Desaparecen por un instante con solo cubrirse los ojos. Logran que en esos segundos sus cuidadores se angustien porque no saben en dónde están y lo peor, es que no saben si volverán. Por eso, la risa estalla en mil colores cuando vuelven para tranquilidad de los mayores.

Lo interesante es que sostienen esa magia en los adultos, sí, en los padres. A quienes les permiten que cosechen las monedas que sembraron en sus orejas, les iluminen el cuarto con sus palabras o les sanen heridas con su saliva.

Hasta que justamente los niños se dan cuenta de que no los arropa la magia y lo peor, o tal vez no, que los adultos tampoco pueden hacer magia como dice Benjamin. Y esto puede desencadenar que se sumerjan, según la apuesta de Agamben, en una “invencible tristeza”.


Mored. Magia
Mored. Magia

Puede ser que esta pérdida sea el arribo de la adolescencia -no importa a qué edad ocurra- y entonces si de algo se adolece es de la magia, misma que una vez habitó a los infantes y a sus padres. Si esto es así, entonces el vínculo que se rompe entre padres e hijos durante esta etapa es el de la magia. Sus palabras ya no son ensalmos, las manos recogen flores muertas donde antes había orejas para escucharlos y los dedos ya no pueden pintar cielos color púrpura, se han convertido en pedazos de madera enmohecida. Sobreviene entonces sí, la “invencible tristeza” en el infante que curiosamente ha dejado de serlo.

En el infante que ya no lo es hay una honestidad que reconoce su temor de haber sido arrojado al mundo ya sin magia, al vivir esa primera experiencia “Benjamina”, sabe que no puede la magia y sus padres tampoco. Pero los padres adolecen de ese reconocimiento no saben que han perdido y lo peor es que no saben lo que perdieron, por eso están más perdidos que nunca.

Entonces se comenzarán a culpar y dirán que no han sido buenos padres. Reprocharán al entorno social en el que se desenvuelven. Pedirán auxilio en las escuelas, con los terapeutas, con el deporte o la religión. Sin darse cuenta de que no hay nada malo con sus hijos y ni siquiera con ellos. Simplemente, pero no por eso sin importancia, es que perdieron algo que nunca tuvieron y ese quizá es el mayor duelo por resolver.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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