El fin de semana fui a Cuicuilco. Es una zona arqueológica ubicada en el sur de la Ciudad de México. El sitio se fundó alrededor del 800 a.C. Duró mil años. Luego salió un volcán, el Xitle, y comenzó a escupir lava, la cual fue progresivamente cubriendo los campos agrícolas y eventualmente alcanzó a la urbe, por lo que aquella civilización quedó abandonada alrededor del 250 d.C.
Hoy se puede ver una pirámide con forma de cono trunco rodeada de otros edificios menores.
La extensión de la zona es amplia y tiene varias veredas denominadas “ecológicas”, por las cuales uno se pasea por todo el parque. No entiendo el concepto de “ecológico”, supongo que tendrá un efecto mercadotécnico. El caso es que camino por tal vereda. El aroma a monte es muy intenso. Toda clase de yerbas, arbustos espinosos, matas rastreras, nopales y arbolillos se abren paso entre las grietas del viejo magma echado por el Xitle. Este contraste entre lo negro de la roca volcánica y los tonos grises, cenizos y verdosos del follaje generan un microambiente siniestro, misterioso. Este no es un jardín de tonos vivos y felices: entre los filos escabrosos del magma, las espinas y la densidad impenetrable del follaje, el recorrido aparece amenazante, acojonante. Empero, el paseo se disfruta justamente por esa cualidad de alienamiento, de encapsulamiento, es como un ensayo extraño en el que se intenta generar un microecosistema psicológico en el que uno es sustraído hacia un mundo alternativo. Conforme voy avanzando en la vereda, escucho ruidos muy sutiles; me detengo brevemente a observar y noto a una familia de tlacuaches husmeando la tierra. Luego aparece un reptil con una piel gruesa y ruda, y del mismo color que el magma. Sus ojos son como la obsidiana. Más adelante una ardilla de color marrón sube por una liana y en un punto se detiene y advierte que la observo: nos miramos unos instantes y cada quien reanuda su rumbo. Hay aves, insectos. Una brisa muy aromática y fresca sopla y un inquietante temblor recorre mi piel.
En el museo de sitio se pasea uno entre dioramas, esquemas de evolución en el tiempo, mamparas con vasijas de barro, cráneos y objetos de roca y obsidiana. Al fondo hay un enterramiento. La descripción menciona a los procesos funerarios de esa civilización como un tema de transición. Me deja pensando: ¿Por qué o para qué ver la vida como una transición? La vida es un proceso generalizado, estadístico, ciego e impetuoso y no contempla individuos. Me vale –y tranquiliza– más pensar en que la existencia de los individuos es netamente finita e inconsecuente, y revela una extinción absoluta. La vida sigue; nosotros, no.
Subiendo por la estructura principal me encuentro a un señor con sus hijos diciéndoles que todo eso no es más que un montón de piedras. Otra pareja comenta sobre “esta bonita pirámide construida por los aztecas”; confunden culturas y tiempos. Llego a la parte más alta. El paisaje es bonito. Sobre las faldas del peñón del Ajusco se levanta el volcán Xitle. De pronto pienso en el Vesubio y en la suerte de Pompeya y Herculano. Entonces volteo y veo las apenas discernibles siluetas de los grandes volcanes. ¿Hará erupción el Popocatépetl y arrasará con el Valle de México? A eso agréguele los sismos y la sequía. El escenario es apocalíptico.
Vida y muerte. La arqueología siempre me ha parecido el descubrir este juego fútil que se da a través de los siglos. Siempre sale una civilización aquí, otra allá, se pelean, una desaparece, la otra absorbe cualidades de una y otra, persiste y luego se desvanece o transmuta en algo distinto. Los mecanismos tanto de destrucción como de transformación de las civilizaciones están bien estudiados, y así podemos adivinar lo que nos va a ocurrir a nosotros. Porque todo cambia: el lenguaje, las costumbres, las creencias, todo. Somos una unidad plástica que se transforma constantemente. Lo que dejamos atrás (ese montón de piedras) sirve para entender esos procesos. Y para crear un parque de entretenimiento y reflexión en el cual pasar un agradable domingo y pasear por una tenebrosa y acechante vereda ecológica.