De viaje, me hospedé en un hotel. Esa noche bajé al bar y ordené una cuba. En la tele pasan un partido de futbol. Odio el futbol. Desde niño le tengo una falta de aprecio total. He ido al estadio dos veces para ver si viéndolo en vivo cambio de opinión, pero ocurrió todo lo contrario: lo odio aún más. El partido de la tele parece ser importante, pues en el bar hay mucha algarabía, tensión y expectativa. Juegan el equipo de la camisa verde contra el de la camisa roja. Llega el mesero: –¿A cuál le va usted?–, pregunta con ánimo. –Le voy al que va ganando–, contesto. –¡Ah!, entonces le va usted al verde–, exclama. Rato después y luego de algunos goles, gritos y loas vuelve el mesero con otra bebida. –¿Ya vio?, su equipo va perdiendo–, dice preocupado. –Oh no, todo lo contrario: va ganando–, le digo. –Pero, ¿no le va usted al verde?–. –Ya no. Ahora le voy al que va ganando, o sea, al rojo–. –¿Por qué es eso?–. –Pues por eso, porque va ganando, y yo siempre le voy al equipo que va ganando, de esa manera ni me decepciono ni desilusiono, y menos con un deporte que ni veo ni me gusta. Parece que en una mesa hay una diferencia de opiniones. Dos caballeros discuten sobre un penal. Uno que sí, otro que no. Levantan la voz. Aspavientos. Ya se gritan. Insultos. ¿Y qué sigue de ahí? Pues golpes. Se dan con todo, vuelcan la mesa, vuelan vasos, un platito con cacahuates y un pocillo con salsa de alitas. Entra seguridad. Se llevan a los rijosos. Meseros recogen y limpian.
Todo en orden y el partido sigue.
Ya falta poco para que termine el partido. Hay un empate. Se tiene que resolver con penales. Yo tuve suficiente. Pago la cuenta (siempre lo hago). Al despedirme y agradecer las atenciones del mesero, éste me pregunta por qué me voy en ese justo momento donde el resultado final del partido se disputa en penales. –Porque me tiene sin cuidado quién pierda o quién gane–, digo despreocupado. Yo, como los daltónicos, solo veo gente correteando un balón sobre el pasto y no distingo los colores de los uniformes.
Hay gente que se pone muy mal si les dices que no te gusta el futbol. Ellos no lo entienden. Son fanáticos enfermos que quieren que todos compartan sus gustos y creencias. Esa gente me da miedo. He visto ya muchos videos de grupos de hinchas en riñas campales masivas que resultan en muertos y heridos graves. Aquí mismo en Monterrey se dio una persecución en una avenida entre grupos de los dos equipos locales (y rivales) que resultó en un muerto.
El otro día fui al súper. Hay un partido importante donde juega uno de los equipos locales. Noto que mucha gente trae puesta la camiseta del equipo local. Destacan parejas que salen con la misma camiseta. Niños también. Creo que no es lo mismo traer una camiseta de Iron Maiden o de Black Sabbath que la de un equipo de futbol. Un grupo de rock es solo eso. Usted no agarra a putazos a alguien solo porque no escucha a su grupo favorito. En mi ciudad la gente se ha segregado por los dos equipos de futbol locales. De no creerse.
Último dato: hace tiempo puse una declaración polémica en redes, algo sobre nacionalismo y orgullo regional. La mayoría de las personas que se emputaron con tal declaración eran fanáticos del futbol. No me parece que esa conexión sea una coincidencia. Deportes, nacionalismo, religión... nos tomamos algunas cosas demasiado en serio.
Los fanáticos sobreponen sus creencias y convicciones a los intereses de su familia, de su comunidad, de sus empleos, todo. Y todo por un estúpido equipo, una fe, un credo político o un algo con lo cual quieren-necesitan- identificarse para tener este sentido de pertenencia a algo más alto, más profundo y trascendente que sus míseras e inconsecuentes vidas.
Futbol. No gracias. Prefiero ese deporte –aburridísimo– donde personas bien vestidas le pegan a una pelotita con un bastón para meterla en un agujerito y manejan en carritos eléctricos por jardines muy bien cuidados bebiendo ginebra y whisky. Mucho más civilizado.