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Zopilotes planean por encima de la cumbre de manera ominosa. Miran al hombre, se miran entre ellos. El hombre se toma un descanso; le duelen los hombros de tanto agitar la camisa… Ya ha dejado de gritar

Un hombre agita su camiseta desde la cumbre de una montaña. Se ha posicionado en lo más alto de un risco sin vegetación para aumentar la probabilidad de ser visto. Es un parque nacional. Es fin de semana y, encima, vacaciones. Abajo hay mucha gente; vehículos entran y salen del parque, recorren el estacionamiento, la gente camina de aquí para allá, los niños se suben a los columpios y las familias disfrutan del bosque y del sol. A lo lejos, una meseta enorme y semidesértica es atravesada por una carretera solitaria que termina en la explanada del parque. La vista es increíble; bien lejos pueden verse las siluetas de dos serranías; aparecen como borradas por el calor y la distancia. Formaciones nubosas erráticas y fantasmales aparecen y desaparecen a capricho.

No hay viento y el sol quema. Zopilotes planean por encima de la cumbre de manera ominosa. Miran al hombre, se miran entre ellos. El hombre se toma un descanso; le duelen los hombros de tanto agitar la camiseta. Ahora cambia al brazo derecho y reanuda las señales. Ya ha dejado de gritar, pues se ha dado cuenta que sus alaridos se transforman gradualmente en sonidos cada vez más delicados y frágiles que se desbaratan en un pillido indistinguible, una vocecita chistosa que tiembla en la cumbre de una montaña.

En las bancas las familias conversan, comen elotes con chile y mayonesa, beben agua saborizada y se embarran la cara con pastel de chocolate al tiempo que ríen descontroladamente. Cada familia tiene su bocinita con la música que prefiere y todos compiten por poner el volumen más alto, y con las risas, llantos y charlas aquello se escucha como una morusa de sonidos confusos y caóticos, como si toda esa gente estuviera encerrada en una gran pelota de hule, pegando de alaridos, cantando y golpeándose, y al mismo tiempo intentando salir.

El hombre tiene los músculos de brazos y espalda fastidiados. No puede más. Se sienta sobre una roca, respira hondo, se pone la camiseta en la cabeza, como un turbante, y siente la boca reseca. No puede tragar y ve borroso. Tiene fracturado un tobillo y un tendón roto. No puede bajar. Llegó escalando y cayó. La única manera de bajar es desescalando, en helicóptero o arrojándose al vacío. Sabe que la noche está cada vez más cerca y debe hacer algo para llamar la atención y lograr un rescate, de lo contrario, padecerá fríos tremendos, además de la infección que ya ha comenzado a desarrollarse. Y para agravar más las cosas, no tiene agua ni alimento. Ah y su teléfono celular cayó por una grieta.

La actividad en el parque ha comenzado a disminuir. La gente empaca sus cosas, tira su basura, obliga a los niños a ir al baño, sacan las últimas fotos de pájaros y ardillas, y se retiran. El sol baja y la meseta se transforma en un paraje bellísimo que refleja tonos marrones, amarillos y ocres, todo bajo una escueta capa de nubes delgadas que se van deshilando de manera elegante y graciosa. Por la carretera pueden verse las luces traseras de color rojo de los vacacionistas que ya regresan a casa.

Desesperado, toma el palo que ha improvisado como bastón, se levanta con muchísimo esfuerzo y dolor, y comienza a agitar la camisa nuevamente. Y, aún sabiendo que no van a escucharlo, grita. Y grita tan fuerte que de pronto se queda mudo.

Cuando llegaron, eran un poco antes de las once de la mañana. Se la pasaron riñendo todo el trayecto hacia el parque. Ella no quería ir. Los niños tampoco. Pero tenemos que ir, dijo él, con voz firme y sin vacilar. Y así se hizo. Cuando llegaron, la discusión continuó. No se ponían de acuerdo en qué área del parque querían sentarse. No se ponían de acuerdo en qué iban a hacer primero, si hacer la caminata, ir a los juegos, jugar con las ardillas, ver al oso en su jaula o sacar instantáneas. Él quería tomar la vereda a la cumbre. Ella se quiere quedar en la banca, leyendo, mientras los niños juegan y después, servir los emparedados, abrir el refresco y quizá caminar en el bosque un rato. Él quiere alcanzar la cumbre. Quiero verlo todo desde arriba. Pues haz lo que quieras, le dice ella. Estoy harto, dice él. Nosotros también, contesta ella. Pues me voy a la montaña, sentencia él. Pues a ver si cuando bajes aún estamos aquí, amenaza ella. Pues ya veré cómo le hago para regresar a casa, remata él.

Y así ocurrió. Justo antes de caer y accidentarse, lo primero que se le vino a la mente fue eso: si se van, nadie va a saber que estoy aquí. Y cuando vean que no regresé, quizá sea ya muy tarde para un rescate. Entonces se irguió, volvió a agitar la camisa y continuó gritando, aunque de su garganta no salía más que un airecillo reseco y mudo.

Las luces del parque se han encendido. El encargado ha cerrado la puerta. Ya todo está limpio, listo para otro día de turismo y dispersión familiar.

Arriba, en lo alto de un risco, una figurilla que parece humana parece mover un trapo, como pidiendo ayuda. Pero como ya está tan avanzada la tarde y la noche tan cerca, ya no se aprecia con claridad.

Más bien parece un arbusto que se mueve con el aire. 


Adrián Herrera

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