Por: Ángeles Mastretta.
Ilustración: Gonzalo Tassier, cortesía de Nexos.
Los sueños están hechos de pensamientos imperfectos y emociones delirantes. Por donde yo caminaba veía hogueras. Dentro ardían personas y miles de libros. Casi todos menos ésos que un hombre enjuto hacía leer a mujeres sentadas en la banqueta, con el humo tatuándolas, leyendo a Cicerón que las odiaba. El infeliz Cicerón que había venido de Roma y se negaba a entrar en el cuerpo de un hombre ruin envuelto en collares de flores. “Vivimos tiempos interesantes”, decía un refrán pintado en la puerta del Palacio Nacional que en vez de ser de piedra era dorado. Lo rodeaban palmeras hechas pedazos, como las que dejó el ciclón Gilberto cuando cruzó de un lado a otro de las islas de Quintana Roo. Y en Tulum había un velorio. Sólo eso quedaba de la Riviera Maya. Mi colonia había desaparecido con todo y sus casas tapiadas que alguna vez dieron a un jardín. Vi el periférico lleno de bicicletas derribadas y el coche que un día hicieron mis hermanos brillaba entre los escombros de lo que había sido el Conacyt. Un edificio de plata oscura tenía las siglas de Nafinsa y dentro seguían vivos, como anguilas, quienes la gobernaban el sexenio pasado. Por sus ventanas salían billetes que iban acomodándose en la cabeza de quien fuera pasando a recogerlos. Billetes de un peso, de los rojos que corrían en 1956. A ellos, a los billetes o a quienes los recogía, les pregunté, como pasa en los sueños, igual que si fuera lógico, ¿en dónde serían las elecciones? Me señalaron la sede de Televisión Azteca. Dentro, las casillas eran tiendas Elektra. Tiendas en las que empeña la mitad del país una parte de lo poco que tiene. Todo ese horror había pasado a llamarse Ipedeg: Instituto Personal de Gobernar.
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