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El mito de la anglosfera

FT MERCADOS

En la medida en que el covid ha funcionado como auditoría de las culturas angloparlantes, los resultados refutan la idea de una comunión de valores entre Washington y Wellington.

Sí, podría perder su trabajo, y los británicos residentes en Estados Unidos (EU) actualmente tienen que explicarlo a sus compañeros, vecinos, amigos y choferes de Uber. Sí, el primer ministro del Reino Unido de la actualidad. Sí, por algunas fiestas de oficina de una decadencia inferior a las de Calígula.

La perplejidad de nuestros anfitriones no es una prueba de sus relajados estándares éticos. Más bien, el problema es que los estadounidenses suelen subestimar lo duro que fue el confinamiento del Reino Unido durante de 2020, y lo correspondientemente provocador que son los incumplimientos de Boris Johnson.

A su vez, a ambos países les cuesta trabajo creer la severidad de las restricciones con las que han vivido los australianos. La apuesta por “covid cero” hizo que el lugar fuera casi imposible de visitar en ocasiones, incluso para los expatriados con pasaporte. En Melbourne hubo nada menos que seis confinamientos. Novak Djokovic, incapaz de renovar su casi monopolio en el Grand Slam de tenis de esa ciudad, puede dar fe de la fuerza del sentimiento ante las medidas.

Todo ello da lugar a una pregunta. Si existe una “anglosfera”, unida por una cultura de individualismo muy arraigada, ¿por qué las naciones que la componen divergen tanto en cuanto a la pandemia? Aukus, un pacto naval acordado entre los tres países mencionados el pasado mes de septiembre, dio nueva vida a la idea de la unidad angloparlante. Pero los dos últimos años han sido más bien un argumento en contra. 

El abanico de medidas para la pandemia va desde la relativa laxitud de Estados Unidos hasta, en el caso de Australasia, quizá los confinamientos más severos del mundo occidental. 

Algunas autoridades locales de Gran Bretaña taparon con cinta las bancas de los parques para evitar que las personas desconocidas las compartieran. Intenta hacer eso en Dallas o Miami. En la medida en que el covid ha funcionado como auditoría de las culturas nacionales, los resultados refutan la idea de una comunión de valores entre Washington y Wellington.

Para Estados Unidos, con una economía de 21 billones de dólares y sin necesidad expresa del exterior, se trata de una cuestión académica. Pero para una nación mediana que rechazó su propio mercado continental, con la corazonada de que sus antiguas colonias angloparlantes puedan intervenir, la debilidad de cualquier anglosfera es más preocupante. Implica que los intereses nacionales siguen estando por encima (a falta de un verbo menos cargado) de las lealtades ancestrales. Resulta revelador que Estados Unidos siga aplicando aranceles al acero del Reino Unido, pero no al de la Unión Europea

La representante comercial de Washington, Katherine Tai, “confía en que nos ocuparemos de esto cuando llegue el momento”. No se sabe si mientras pronunciaba esas palabras estaba despeinando a Boris Johnson y elogiando lo pintoresco de los dramas de disfraces de la Regencia.

Pasé suficiente tiempo en Westminster para anticipar la respuesta conservadora en este caso. Es decir, una administración republicana habría sido más generosa con el Reino Unido. Y así tenemos la paradoja de la “relación especial”: es a la vez fundamental y totalmente dependiente de quien esté en la Casa Blanca.

Si algo bueno se desprende de los dos últimos años, será un sentimiento de realismo en Gran Bretaña y en otros lugares sobre EU. No es, como suponen incluso los franceses, un país “anglosajón”, lo que sea que eso signifique. No comparte la cultura política ni las instituciones con la Mancomunidad de Naciones. En primer lugar, se separó del dominio colonial mucho antes y de forma más absoluta que Australia, Canadá o Nueva Zelanda, ninguno de los cuales es una república. En segundo lugar, absorbió una inmigración tan vasta y tan variada como para convertirse en su propia categoría de nación. Independientemente de que los acontecimientos de 1776 constituyan una “revolución”, arraigaron una desconfianza hacia el Estado. Las consecuencias son evidentes en lo bueno y en lo malo.

“Una mezcla latino-eslava”, calificó un premier británico a EU, y eso fue en la década de 1950. En otras palabras, incluso si se es un burdo determinista étnico, no tiene sentido asumir una coincidencia automática de visiones del mundo entre EU y otros países que casualmente hablan inglés. Menos aún lo tiene apostar el futuro económico de tu nación en eso. Y dado que EU representa la mayor parte de la población y la producción económica de la anglosfera, esa supuesta agrupación no tiene sentido sin ellos.

La singularidad de EU se registra aquí con la debida ambivalencia. Por un lado, el individualismo estadounidense impidió las medidas más drásticas contra la pandemia. Es cada vez más plausible que los bancos tapados con cinta y los funerales transmitidos por zoom tuvieran un efecto de secuelas con el que Gran Bretaña y otras naciones tendrán que cargar durante años.

Por otro lado, el número de muertos de la pandemia supera a los de la Guerra Civil. En cualquier caso, como los entusiastas de la anglosfera se esfuerzan por aceptar, EU es diferente. No es una Gran Bretaña gigante. Los que más la ensalzan, son los que menos la entienden.



gaf

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