El comercio está en mi mente estos días, en parte porque voy a discutir el tema el próximo sábado 7 de mayo en el primer FT Weekend Festival en Washington DC. Para los que todavía no lo sepan, será un evento imprescindible. El Weekend Festival, que lleva años celebrándose en Londres, es un lugar en el que se escucha a los grandes pensadores debatir las ideas más importantes del momento en política, economía, sociedad y cultura.
Este año, por primera vez, lo traemos al Beltway (la autopista interestatal 495 que rodea Washington), con invitados como Henry Kissinger, Tina Brown, Chimamanda Ngozi Adichie, Simon Schama, Elizabeth Strout y, por supuesto, muchos de los mejores compañeros de Financial Times. Yo participaré en un par de sesiones, incluida una titulada “El gran desacoplamiento”, sobre la relación entre Estados Unidos y China y la desglobalización, con mi colega Martin Wolf y el ex representante comercial de EU Robert Lighthizer, que rara vez hace este tipo de cosas.
Lighthizer es, en mi opinión, uno de los únicos puntos brillantes de la presidencia de Donald Trump. Si bien no estoy de acuerdo con todo lo que hizo, creo que su reinicio de la política comercial de EU desde el neoliberalismo voluntariamente ciego hasta una visión más realista de la economía política, y en particular el conflicto de “un mundo, dos sistemas” entre las economías de mercado liberales y los sistemas manejados por el Estado como China, era muy necesario.
Como ya hemos tratado aquí, los arquitectos del neoliberalismo creían que si los mercados de capitales y el comercio mundial estaban conectados a través de una serie de instituciones que flotaban por encima de las leyes de cualquier Estado-nación, el mundo tendría menos probabilidades de caer en la anarquía. Durante mucho tiempo, esta idea funcionó, en parte porque el equilibrio entre los intereses nacionales y la economía mundial no se desajustó demasiado. Incluso durante los años de Reagan, a pesar de la retórica antigubernamental, existía la sensación de que el comercio mundial debía servir al interés nacional y no solo a sí mismo (o, más en concreto, a los intereses de las grandes compañías multinacionales).
Consideremos la forma en que Estados Unidos se defendió cuando Japón trató de dominar toda la infraestructura física de la computadora. Fue la respuesta de la administración Reagan —que incluyó la imposición de aranceles y cuotas a las exportaciones japonesas y el subsidio del desarrollo de la tecnología informática de nueva generación— la que mantuvo a EU en el juego. Además, desplazó gran parte de la producción de Japón hacia Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Malasia, lo que al final fue positivo, porque redujo la concentración de poder y creó tanto precios más bajos como una mayor resiliencia. Eso suena mucho menos a “el gobierno es el problema” y más a una política industrial inteligente.
“Si bien la administración Reagan abrazó el libre comercio, se opuso al mercantilismo”, señala Clyde Prestowitz, un economista laboral que trabajó en el Departamento de Comercio durante los años de Reagan. La administración se esforzó por mantener el liderazgo tecnológico estadunidense creando una asociación entre la industria y el gobierno en torno a la investigación y el desarrollo. Cabe destacar que el representante comercial adjunto durante el segundo mandato de Reagan era nada menos que el arquitecto de la estrategia comercial de Trump con China: Robert Lighthizer.
La sensación de que el comercio debía ser una criada de la creación de empleo nacional y de los intereses industriales empezó a cambiar rápido durante la administración Bill Clinton, cuando una serie de acuerdos comerciales, que culminaron con la entrada de China en la Organización Mundial de Comercio (OMC), quitaron las barreras a la economía mundial. Mientras que Adam Smith, el padre del capitalismo moderno, sostenía que para que los mercados libres funcionaran bien, los participantes necesitaban tener un marco moral compartido. Estados Unidos y muchas otras democracias liberales se vieron de repente envueltos en importantes relaciones comerciales con países que tenían marcos morales diferentes, por no hablar de los económicos: desde Rusia y cualquier otro Estado petrolero de Medio Oriente, pasando por numerosas dictaduras latinoamericanas, hasta el mayor y más problemático socio comercial de todos: China.
Vale la pena señalar —como hizo el periodista y activista Barry Lynn en un artículo profético de Harper’s Magazine en 2002 que con el tiempo terminó convirtiéndose en un libro sobre la fragilidad de las cadenas de suministro globales con el título de End of the Line— que “muchos de nuestros nuevos socios no son democracias y sus trabajadores a nivel interno, sus objetivos a largo plazo y su capacidad para vivir en paz en el mundo que imaginamos que estamos haciendo son oscuros en el mejor de los casos”. Esta afirmación, tan crudamente cierta entonces, lo es aún más en la actualidad. Mientras que las naciones europeas que se unieron después de la Segunda Guerra Mundial para elaborar acuerdos comerciales (como la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, que se convirtió en la base de la Unión Europea) tenían culturas y valores similares, no se puede decir lo mismo de las naciones de la OMC en su conjunto. Las democracias liberales, las autocracias, los Estados de vigilancia y cualquier otra serie de sistemas políticos y económicos, transparentes o no, se unieron en acuerdos que, en la mayoría de los casos, fueron elaborados y aprobados por tecnócratas globales en lugar de por funcionarios elegidos.
Podemos ver esto con demasiada claridad ahora mismo, cuando la OMC lucha sin éxito por mediar en cuestiones como la exención de la vacuna de los aspectos de propiedad intelectual relacionados con el comercio, sobre la que escribiré pronto. Los países pobres, los ricos, las democracias liberales y las autocracias de Estado, todos tienen caballos diferentes en esta carrera, que va directo al fondo. Mis preguntas para ti, Edward, son complicadas pero importantes. ¿Adónde vamos a partir de aquí? ¿Se puede arreglar la OMC? ¿Necesitamos un conjunto nuevo de instituciones para el comercio mundial? ¿Y qué es lo que más te entusiasma debatir en el FT Weekend Festival?
Lecturas recomendadas
Estoy triste por la salida del maravilloso crítico de cine del Wall Street Journal, Joe Morgenstern, pero disfruté su última columna y su lista de películas más queridas.
Estuve viendo el maravilloso documental de Ken Burns sobre los Roosevelt, que es una visión oportuna para el momento. Teddy era aún más belicista de lo que yo creía, y el gobierno de Biden debe encontrar alguna manera de reinventar las charlas junto a la chimenea de Franklin D. Roosevelt, quizás en forma de streaming, para la actualidad. Puede ser muy interesante escuchar al presidente dar este tipo de seguridad al público.
No te pierdas en Financial Times todo sobre el Weekend Festival, por supuesto, y echa un vistazo al encantador almuerzo de Jemima Kelly con uno de mis académicos favoritos, Jonathan Haidt, que tomó algunas posturas valientes sobre el tribalismo y la política de identidad.
Edward Luce responde
Rana, permíteme empezar respondiendo a tu pregunta más sencilla sobre el festival FT Weekend del sábado. Yo también recomiendo encarecidamente este evento a los seguidores del boletín Swamp Notes, de Financial Times. Como washingtoniano honorario, puedo decir sin temor a equivocarme que en DC no se ha visto un evento como este.
Washington es un lugar austero al que le gusta desayunar, comer y cenar verduras. En consonancia con esto, este festival ofrece muchas vitaminas. Tengo especial interés en mis sesiones de conversación con Henry Kissinger sobre la nueva era geopolítica y luego con Bill Burns, director de la CIA, sobre la invasión de Rusa a Ucrania y el desafío de China. Pero también puedes conseguir tu subidón de azúcar con las novelistas Jennifer Egan y Chimamanda Ngozi Adichie, Jancis Robinson sobre el vino, la Orquesta Sinfónica Nacional y Tina Brown con Simon Schama sobre el futuro de los Windsor. También pueden ver a mis colegas Martin Wolf, Gideon Rachman, Gillian Tett y Courtney Weaver en una conferencia editorial en vivo presidida por la editora de Financial Times Roula Khalaf.
En cuanto al futuro de la OMC, Rana, sabrás bien que tenemos una profunda diferencia filosófica sobre la globalización. No quiero volver a hablar de ellas, ¡tenemos que encontrar otra cosa sobre la que discutir! Pero creo que el desmoronamiento es exagerado. Nuestro colega Alan Beattie, cuyo boletín Trade Secrets es también excelente, escribió la semana pasada sobre el hecho de que la mayor parte del mundo en desarrollo, incluidos China, India (¡sí, India!), Brasil y Turquía, siguen adelante con los acuerdos comerciales. Al igual que, en cierta medida, la Unión Europea.
Corremos el riesgo de generalizar a otros países la aversión política de Estados Unidos a los acuerdos comerciales, cuando en realidad es algo particular de Estados Unidos. La política estadunidense convirtió de forma errónea al comercio en un chivo expiatorio de sus propias deficiencias a la hora de cuidar a los que se quedan atrás, pero eso no es cierto en la mayor parte del resto del mundo. La OMC está en gran parte rota porque las sucesivas administraciones estadunidenses bloquearon el quorum en el tribunal de apelación. Creo que esto es muy imprudente. Hay que preguntarle a Lighthizer sobre esto. Estados Unidos es un gran beneficiario, así como el arquitecto de un sistema de comercio mundial abierto. Solo puede culparse a sí mismo por su distribución del ingreso nacional terriblemente sesgada.