Las migajas tocaron los labios, se puede vivir de sobras. Triunfa el odio vestido de redención. Crecer en un cuarto de la calle Florida, habitación sin cama fija, dormía en el suelo junto a la colcha en la que dormían mi madre y mi hermanita, una mesa, para planchar la ropa, comer, dormir a la niña pequeña, nosotros no íbamos a la escuela como los niños del cuartito 16, me gustaba observarlos haciendo la tarea en la mesa. Desapareció, nunca nos dijo, intuímos que nuestra madre la vendió para poder comer algo. Cuando estaba chamaco me gustaba ir a lo que conocíamos como "Colombia chiquita", Peñón de los Baños, el Pancho era mi sonidero favorito. Puedo regresar siempre a lo que era, ese pensamiento me ilusiona. El olor de los frijoles con epazote en la olla de barro o peltre, las brasas, carbón encendido, el chile cascabel hierve para hacer migas, un tuétano flota en el caldo, nunca llegamos a estufa, conseguíamos carbón barato con Aurelio, el viejo del tendajón cerca de Bartolomé, ese hombre tuvo la amabilidad de regalarnos una silla, podíamos sentarnos a ratos en ella, hasta que se fue desgastando, como nosotros. Duela apolillada, tapancos con hoyos, boxeadores, pequeños comerciantes, escaleras podridas, musgo, zotehuelas, mujeres barriendo, zapateros, relojeros, hombres que están cantando mientras se les hace un hueco en el estómago, el hambre: desayuno de millones. Me gustaba ver los partidos de fútbol, ¿jugué?, no.
No tenía zapatos para correr, apenas unas desgastadas chanclas que me quedaban grandes, me daba pena jugar descalzo, mis pies son monstruosos, ahora me da lo mismo mostrarlos. La primera vez que me pusieron unos zapatos, tuve ganas de correr por toda la ciudad. Un sonido me recuerda a la madre que cosió mis pantalones para que pudiera hacer los mandados en una papelería cerca de la colonia Maza, me mandaban por papel a La Merced, cuadernos, por cajitas de lápices, sacapuntas, gomas y resistoles. Me entretenía mirando las bolitas de apuestas, de juegos, quería tener un veinte para apostar, para ver si la suerte me daba algo de lo que nos había negado desde que nacimos. Suena Jesusita en Chihuahua, el hombre pide monedas que no llegan, todos caminan sin detenerse, solo los viejos como yo se detienen a escuchar el sonido de una ciudad que no existe. Sobre las olas, el semblante del organillero, sereno, suavemente nos conduce a otro estado de ánimo, Juventino Rosas no queda lejos, alguna vez dormí en esa calle. Casi no se mueve, está tirado bajo el parabús. Ese hombre no tiene memoria porque no puede olvidar, no necesita reconstruirse en fragmentos, no tiene historia, se quedó sin nada. Mañana será el mismo hombre sentado en las esquinas de una ciudad ajena, rota. Un hombre sin documentos, con nombre falso, nadie lo quiere encontrar, asume que no volverá a saber de nadie de los que estuvieron con él antes, cuando era una persona, cuando no era un trapo sucio tirado en la banqueta. Ni el tiempo ni sus pasos se dirigen a sitio alguno. El mañana es una mentira. Te agarró la noche pensando en todos los que no volviste a ver. Sus caras acuden como neblina, como lámparas agotadas de tanto alumbrar, como caballos salvajes que no quieren ser domesticados. Todos ellos piensan en ti alguna noche, todos ellos sabrán que en cada hombre hambriento podrías estar, ser. Todos se van con la intención de no volver, de no recordarse.
Los hombres alegres no usan camisas limpias. Allá va Santiago, se pasea sin camisa mientras lucha con alguien que lo sigue desde hace tiempo. Barrieron el campamento que estaba bajo el mural La Epopeya de los Sismos, no quedó nada, todos se fueron a la glorieta de Violeta un tiempo, después tomaron la banqueta de lo que fue un salón de baile. La tira abusa. Los únicos que nos quieren son los perros callejeros, ellos siempre encuentran amigos entre los desterrados, se acomodan entre las bolsas de plástico, lonas rotas, basura, restos de sillones viejos, sonrisas sin dientes, suciedad. No puedo dejar de verlo, apenas se mueve, otros como él pensaron que mejoraría su situación, al paso de las semanas, de los años, de todas las desesperadas oportunidades fracturadas, todos fracasaron.
Los más viejos arrastran huesos frágiles. La cobija sucia, el olor a resistol y solvente se pega al cuerpo, es una mujer con el cabello corto, algunos casi niños están inhalando a su lado, algunos perros también son adictos, la calle es una turba de malos presagios en la noche silenciosa de Reforma. ¿Reintegrarse?, ¿aliarse a los enajenados?, viven rodeados de muerte, de muertos, Dios es un llaverito brillante en el bolsillo del hombre que duerme entre sábanas y sonidos de la televisión, Dios es un caradura, un parricida, un asesino sádico. No estamos en el mundo, ni ellos, ni yo. Ese hombre tirado en la banqueta es un espíritu quebrado tratando de domesticar la soledad.
Las migajas toman una dimensión increíble, satisfacen, no tengo nada, por eso puedo tomar lo que les sobra a otros. Nunca hablé con él, me dediqué a verlo durante años, a mirarlo, ¡como si él me mirara!, no se interesa en nadie. Camina por Izazaga hasta el Eje Central, rueda hasta el extremo que hace esquina con Reforma, se tumba en la estatua frente al Metro Garibaldi, ahí empuña el silencio, las lágrimas escurren por la cara triste. Se aferra a la cobija delgada y maloliente, se retuerce otra vez, no cree en el tiempo, no existe para ninguno de nosotros, seres de cara lavada en mugre. Solo buscaba desaparecer. Perderse en una ciudad, como esos pensamientos que nos inundan en mañanas gloriosas en las que la vida es un suceso soportable. ¿Invisibles?, no somos invisibles, alguien que cree que una persona tirada en la calle es invisible debería meterse por el culo sus bonitas intenciones y jamás nombrarnos.
Nos escupen porque somos escoria. Vania y Héctor, activándose, Rubí, su hija de cuatro años, juega con un desarmador. Una rata mordió la mano de Totopo, está infectada, el hombre salvaje no necesita penicilina. A la Tonia no la volvimos a ver, la subieron a una julia con los otros la otra noche, ninguno ha vuelto. Lazaron a los perros, se los llevaron, quedó uno, un perro blanco sarnoso en la esquina de la estatua de José de San Martín, es de los limpiaparabrisas, en los huesos, más negro que blanco. El hombre sin memoria sonríe, se levanta, se aproxima a un auto, se avienta, tiene la esperanza morir de un golpe, no tiene tanta suerte como otros. Un pensamiento que no acaba. El parabús de Isabel la Católica le pertenece.
¿Qué dirán todos los que te conocieron?, han limpiado la ciudad de nosotros, estamos escondidos. Un hueco de piedra es un hogar, una esquina: cama. Borrados un día o una noche. Soy alguien que se precipitó a la luz quedándose ciego. Nunca me sentí tan solo. Aquella lámpara de petróleo, muerta, macilenta, nos iluminaba en la infancia, hoy nos destruye. El mundo se despedaza en engaño, mamá: nunca intentamos herirnos. Nadie ha venido a mi esquina para matarme, será que no existo, pienso en los cines que se quedaron esperando porque no tuve para pagarlos. Nos desprecian, somos una mancha en la avenida Reforma, los ojos hambrientos, endurecidos, ¡qué ajenos a todo!, ¿qué es el mundo?, una colilla de cigarro. Camina de una esquina a otra, el hombre cruza otra vez Izazaga, da la vuelta en Cinco de Febrero, tropieza consigo mismo, de nuevo, la vuelta infinita, la soga, la muerte, las reglas no aprendidas. Se tira en el piso, lleva una bolsa con pellejos, larvas, pan seco. Las niñas tienen vestidos limpios, pasan frente a él, lo miran esquivándolo. Se detiene observando sus manos, come los desperdicios. Es un hombre asesinado por el cielo, la daga es la memoria, la certera herida del que desea recordar algo. Desde hace varios días han pasado en camionetas blancas, en las noches heladas nos han prometido un pedazo de pan, sopa caliente, una cama, hasta la posibilidad de bañarnos. Nunca acepté. Pienso en León que nunca regresó, se lo llevaron hace varias noches. Lo siguen hasta la esquina, le llaman, él los mira, emite sonidos, sonríe, sabe defenderse, hablar con ellos es regresar al mundo, nadie está dispuesto. Los otros miran, manotean cuando aquellos hombres intentan agarrarlos. Me escondo, una valla humana abre las manos, sonríe, la foto de un hombre vestido de blanco está en los teléfonos. La valla humana nos extiende los brazos, agita su corazón uniformado de esperanza, el hombre sin memoria avanza hacia aquellos dedos que se agitan con fuerza, se deja caer vencido entre la multitud, ignorado. Nos miramos, está riendo. Mueve los brazos, se queda inmóvil.
* Escritora. Autora de la novela 'Señorita Vodka' (Tusquets)