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De cuando mi papá se convirtió en títere (polanco)

Recuerdo que mi padre me lanzó una mirada que me dio mucha risa: entre agradecida y rabiosa, pues terminé con su martirio a costa de destruir una barba que se había dejado durante 13 años consecutivos.

Mi papá marcaba sus diálogos con tinta roja. Siempre le tocaban papeles trágicos. Y yo iba al teatro con miedo y asombro para verlo mentir, matar, abandonar y agonizar sobre el escenario, donde siempre parecía más serio, más alto, más cínico y más malvado. Bajo las luces, entre falsos muros, puertas falsas y falsos pianos, su presencia se volvía mágica e inalcanzable. Magia que siempre tendía hacia la tristeza; una tristeza que me sumía en estados nerviosos llenos de sensaciones extrañas y contradictorias, en donde algo había de terror y algo de orgullo, una especie de miedo abierto hacia la aventura. La aventura de ver a mi papá caminar contrahecho (la espalda doblada, las piernas chuecas, el cuello de lado) con cabello blanco y blanca barba a través del escenario, apoyado en un bastón de madera con mango de plata. El orgullo de sentir en mi papá el poder de recibir en su cuerpo la vida rara de gente fantásticas y, por unos instantes nocturnos, encarnar en el teatro a, por ejemplo, Firs, un mayordomo nonagenario. Y luego el terror de verlo —a mi papá siendo Firs— morir abandonado en una mecedora de cara a un jardín lleno de cerezos nevados.

Por eso me emocioné tanto cuando me dijo que se convertiría en marioneta. Hasta entonces nunca me había entrometido en los asuntos relacionados con la actuación de mi papá, pero cuando supe que iba a participar en una obra intitulada Los títeres de la cachiporra (farsa guiñolesca en seis cuadros y una advertencia) —de Federico García Lorca— desapareció esa barrera y quise saberlo todo sobre esos títeres. Lo que hasta entonces pertenecía al mundo secreto de mi padre —su faceta de actor— de pronto se convirtió en un descubrimiento mutuo, en una experiencia cómplice. Y ahí estaba yo, en la terraza, al lado de papá —café negro sin azúcar y cigarro— subrayando con tinta roja sus diálogos.

Su personaje era —justamente— de Padre: del Padre-muñeco de la señá Rosita, una joven-muñeca delicada como “una pajarita de las nieves”. Julio de 1998. Yo tenía 11 y mis días se abrieron libres —las vacaciones de verano me libraban de compromisos escolares— hacia el teatro.

Los integrantes del Teatro Experimental del Centro Asturiano (Teca) se reunían martes, miércoles, viernes y sábado de 21 a 23:30 horas en Arquímedes 4. Mi papá y yo solíamos llegar con un par de horas de anticipación a Polanco. Tomábamos algo en el Centro Cultural del Bosque —él anís y café con leche; yo limonada o jugo de tomate preparado— y repasábamos el libreto. Me lo sabía de memoria y lo repasaba en mi mente desde que me despertaba muy temprano por la mañana.

Me aliviaba mucho la idea de que mi papá —por fin— no tuviera que morir ni matar a nadie. Aunque su personaje tampoco me caía bien. El Padre era un títere flojo y cobarde. Era muy pobre, pero no hacía nada por conseguir un trabajo. Obligaba a su hija Rosita a coser y ella tenía los dedos deshechos porque cuando se cansaba perdía el control sobre la aguja.

—La cobardía del Padre es un motor en la historia y tenemos que establecerlo diáfanamente —dijo Aurelio, el director del grupo— necesito, Joaco (mi papá), que tu pantomima y cuerpo revelen eso todo el tiempo: que el Padre vende a su hija para salir de la miseria por cobarde, que su vileza no nace de la maldad, sino de la cobardía.

Entonces mi papá dirigió hacia la cobardía todas las búsquedas en su interpretación: cobardes gestos, miradas cobardes y cobardes movimientos. Entendí que en el teatro lo más importante es todo lo que no se dice, como en las óperas de Wagner cuando los instrumentos establecen una narración ajena —y complementaria— a las palabras en donde todo adquiere una existencia más profunda y más compleja. Y esas noches en Polanco se convirtieron en íntimas aventuras imaginativas. Veía el Auditorio Nacional, el Paseo de la Reforma y el hotel Nikko con una sonrisa enigmática: sabía que en medio de todas esas cosas, en el cuarto piso de un edificio chiquito y cuadrado, como un dado, había un teatro que abría el telón hacia la existencia secreta, más suave y colorida, de un grupo de simpáticas marionetas. Esa certeza me hacía sentir parte de un misterio muy especial.

Faltaban pocos días para el estreno y la puesta tenía un problema: no terminaba por quedar la tercera escena del segundo cuadro:

Cristobita. Ahora, tome el dinero. Muy cara me cuesta la niña. ¡Muy cara! Pero, en fin, lo hecho hecho está. Yo soy hombre que no se retracta jamás de lo que hace.

Padre. (Dios mío, ¡a quién le entrego yo mi hija!)

Cristobita. ¿Qué hablas?... Vamos a avisar al cura.

Padre. (Temblando.) Vamos.

El problema era que mi papá no terminaba por parecer pusilánime. Por más que lo intentaba, afloraba en su actitud algo desafiante y Aurelio se desesperó con él hasta la histeria. La situación me tenía triste y sombrío. Odiaba escuchar cómo corregían agriamente la actuación de mi papá. De pronto se me ocurrió: ¡la barba!

—¿Por qué no se rasura? —pregunté— su cuerpo transmite cobardía, su voz transmite cobardía, pero su barba transmite desafío; ahí está la incoherencia…

Recuerdo que mi papá me lanzó una mirada que me dio mucha risa: entre agradecida y rabiosa, pues terminé con su martirio a costa de destruir una barba que se había dejado durante 13 años consecutivos.

Segundos antes de la primera función, envueltos por la oscuridad en el brazo del escenario, le susurré al oído: “¡Me encanta que te hayas convertido en títere!” y él apoyó un segundo su mano sobre mi cabello. Luego apagó su cigarro sobre un cenicero y se encaminó —jorobado, con su traje lleno de hilos, arrastrando pesadamente las piernas, como si fueran de madera, moviendo los brazos ligera y caóticamente, como si no tuviera articulaciones— hacia el escenario donde, bajo las luces, entre falsos muros, puertas falsas y falsos pianos, mi papá sin barba parecía más pequeño, más débil, más tonto, más bondadoso y más alegre.

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Hugo Roca Joglar
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