Un viernes 28 de junio Celso Piña preguntó a la audiencia de casi 2 mil que lo vitoreaban en el festival de Prospect Park, en el centro de Brooklyn, Nueva York:
– ¿Hay chilangos entre la audiencia?
– ¡Saagueeevoo! —respondió un sector como de unos 150 entre los que me cuento.
“Ah, batos, están por todos lados”, respondió burlón. “Pues muchos saludos a los chilangos pero también a los regios, a los de Tamaulipas, Zacatecas, Puebla, de donde vengan, no importa”. Y luego dedicó una canción más "a toda la raza".
A pesar de que corría la cuarta semana del festival, en el cual ya se habían presentado el genio Chucho Valdés y la talentosa Patti Labelle; Celso Piña y su Ronda Bogotá fueron los primeros que pusieron a bailar a toda la audiencia conformada esa noche mayoritariamente por mexicanos y otros latinos. Su ritmo puso a girar a los pocos anglosajones, pese a que fue una noche en la que, desde la tarima, se habló exclusivamente español.
Como mi pareja decidió irse a la parte del foro donde hay pasto y se puede realizar picnic, mi madre nos abandonó por un instante y trató de irse lo más adelante que pudo para ver de cerca el jelengue. Pero llegó un momento en que el baile estaba muy intenso y me preocupé por ella, pues pese a ser muy aventada, ya tiene 83 años y claro que no es lo mismo. Aproveché que sonaba la de “Los caminos de la vida”, y así cantando me aventuré con mi hijo por un mar de gente que se movía en todas direcciones en pleno viaje de cumbia.
Cuando llegué a donde estaba mi mamá, a tan sólo unos cinco metros del escenario, la encontré bailando muy desinhibida con unos afrodescendientes que no daban crédito a su vitalidad. Cuando me vio le 'paró a su cotorreo' y, pese a que le insistí que se quedara ya que sólo habíamos ido a checar que estuviera bien, me dijo que prefería irse con nosotros.
Ese regreso de escasos tres minutos, con mi hijo en hombros y mi madre detrás, lo recuerdo como un paseo triunfal de rockstar en plena retirada entre fans. Para empezar, yo nunca dejé de gritar el cumbianchero “¡ei, ei, ei!” que coronaba con esporádicos “¡pipipipiiiii!” mientras la gente a mi lado me hacía bulla. De pronto, escuchaba un mitote a mis espaldas y me daba vuelta para comprobar que mi madre ya se había detenido a bailar con otros changos a los que les doblaba o triplicaba la edad.
La canción que sonaba en ese instante se instaló en el mismo loop, como disco rayado. Brooklyn ardía a más de 30 grados pese a ser las nueve de la noche. Todos sudábamos a ríos, las camisetas pegadas a la piel, gotas programadas para resbalar por la espalda y acabar al centro de las nalgas. Me sonreían y alborotaban caras brillosas que podían ser de Haití, de Colombia, de Ghana, Argentina o el Bronx. Una cerveza cayó al piso y en el ambiente humeaba la marihuana que acá se consume y que no huele a petate quemado. Mi hijo se comenzaba a asustar, pero finalmente mi madre se desafanó del último pelado y pudimos tocar tierra firme y ya luego el pastito. Nunca mi cerveza IPA me supo tan gloriosa como esa noche de Piña.
Y todo mientras Celso le daba duró a su acordeón, a sus covers, sus originales, su magnética, simpática, arrolladora, bohemia, delirante, irreverente y entrañable personalidad.
Poco más de 50 días después de esa noche que llevaré por siempre en mis recuerdos, El Rebelde del Acordeón —al que un día entrevisté arriba de un pesero—, lo mejor que ha dado Monterrey desde Eloy Cavazos, ha dejado de existir.
En algún momento decidimos que era demasiado, recogimos nuestras cosas y nos retiramos, bailando, claro. La cumbia ya había sonado más de dos horas y no tenía para cuando terminar.
¡Ay, Celso!, de saber que te ibas a morir me aguanto hasta el final.
Yo sólo espero que su muy elaborada y afortunada receta que incluía cumbia, norteña, tropical, sonidero, ska, reggae, haya dejado escuela. La neta, la neta mi Celso, sí te vamos a extrañar.
lar