“México lindo y querido”, y la fiesta siguió y siguió

Desde temprano la gente se agolpó en las entradas de la plaza de la Constitución para observar de cerca a los artistas que ofrecieron su canto como herramienta de ayuda.

Habían llegado temprano para posesionarse frente al templete instalado frente a la Catedral Metropolitana. Ni agua, ni desodorantes, ni jugos, ni paraguas, ni cinturones pueden pasar por los filtros instalados alrededor del Zócalo, de modo que en algunos retenes, como el de Pino Suárez, se acumulan botellas que otros mirones consumen. Y conforme pasa el tiempo se verán rodeados por una masa que se agolpa contra las mamparas.

Pasan las horas. La muchedumbre crece y crece. Sobre el templete desfilan cantantes que participan en este concierto denominado Estamos Unidos Mexicanos. La plancha del Zócalo hierve. Aplausos y gritos. Otros piden salir, porque sienten asfixiarse. Una muchacha se desmaya en uno de los pasillos. Otras sienten váguido. Piden a sus parientes abandonar la zona. Apenas les abren paso.

Los policías apresuran.

—Pase, pase, pase...

La otra multitud, la que permanece, es mucho más grande y parece metida en un inmenso corsé limitado por bastidores metálicos y uniformados que vigilan. Ellos, hombres, mujeres, ancianos, niños, incluso embarazadas, aplauden a los cantantes que lanzan su espiche de solidaridad, para luego entonar sus canciones e inflamar a la muchedumbre que ondea manos o puños; depende de lo que aquél diga, mientras es arropado por quienes vinieron de todos lados de la ciudad y de algunas partes del país.

Ondean las manos. La bandera tricolor, que se alza a mitad del Zócalo, culebrea en su asta. En los alrededores, mientras tanto, obstáculos oficiales se estrechan más. Ya no hay paso. Los policías ordenan recular.

Los de uniforme azul y casco obstruyen cualquier intento de avanzar. Forman muros. La gente pide explicaciones.

La respuesta es que no hay cupo. Así está en todo el Centro Histórico. Hasta Lázaro Cárdenas.

—¿Por qué tanto parapeto?

—Es que ya se pusieron locos los chamacos– dice un policía en la esquina de Palma y Madero.

Es un poco más de 19:30 cuando, después de un murmullo, en el gigantesco estrado aparece un militar que empuña una trompeta y modula un toque de silencio. Del Zócalo emergen manos apretadas. Una hilera es formada por los símbolos del pasado sismo, como los llamados binomios caninos, rescatistas y demás. Un niño entona el Himno Nacional.

La multitud lo sigue. Retumba en su centro el Zócalo.

Termina la ceremonia solemne y aparece Pepe Aguilar. Interpreta “México lindo y querido”. La multitud lo recibe con aplausos y en coros.

A unas cuadras de ahí —no muy lejos de la plancha que hierve y de la que también brotan oleadas tibias y húmedas, producto de tanto cuerpo apelmazado— los parapetos policiacos retienen a personas que intentan romper el cerco y exigen explicaciones. Policías con megáfonos advierten a los que aguardan:

“Se informa a la ciudadanía que ya no hay paso a la Plaza de la Constitución, porque está hasta su máxima capacidad”.

Pero pocos parecen entender y entonces regresan con todo y prole de donde vinieron, y caminan rumbo a las estaciones del Metro Allende o Bellas Artes, o simplemente hacia el eje vial Lázaro Cárdenas; otros, no obstante las trincheras azules, se quedan a esperar quién sabe qué, pero de nada servirá pues dentro de unas horas se dejará venir una avalancha que formará una alfombra humana en el Centro Histórico.

De allá mismo, de donde Pepe Aguilar dice sentirse orgulloso de ser mexicano y le recuerda a la masa: “No se nos olvide que hay gente que nos va a seguir necesitando”. Para luego reventarse “Cielito lindo”; y después, “con todo respeto a las mujeres”, “Por mujeres como tú...Hay hombres como yo”. Una cámara enfocaba a una muchacha que sollozaba.

El vaho tibio, húmedo, a veces mezclado con alcohol, se dejaba sentir y venir de allá mismo, de donde la cantante Carla Morrison decía que “el México que se levantó es real; y no el pinshi gobierno que no nos representa... Esto no se acaba porque se siente en la pinshe piel...”

Y siguen otros más.

Hasta muy tarde.

En la esquina de Bolívar y Tacuba, mientras tanto, un solitario saxofonista, ausente de aquella efervescencia, se reventaba “Quiéreme mucho”. En la semioscuridad lo acompañaba una mujer que estiraba la mano en busca de unas monedas.

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Humberto Ríos Navarrete
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