Luego de discurrir sobre la naturaleza del hombre y el artista, el último verso de Habla el prólogo (“No hay biografía”), poema con que León Felipe acompañó su traducción de Canto a mí mismo, comienza con un debate en torno de la vida del bardo estadunidense:
¿Qué esperáis? ¿Falta algo?
¿Se me ha olvidado alguna cosa?
–La biografía.
–¿La biografía de quién?
–La biografía de Walt Whitman.
Walt no tiene biografía.
–¿El gran vitalista no tiene biografía?
No, no tiene biografía. Ni autobiografía tampoco. Su
verdad y su vida no están en prosa, están en su
canción.
El Canto a mí mismo es su verdadera autobiografía
(y la tuya también, o no es absolutamente nada).
Pero León Felipe estaba equivocado. La genuina biografía de Whitman se hallaba en sus cartas, las que comienza a escribir en Woodbury, Nueva York, el 30 de julio de 1840 y culminan el 17 de marzo de 1892 en Camden, Nueva Jersey, nueve días antes de morir, en las que ese hombre barbado y sensible va emergiendo del follaje de sus propios textos, un tipo tosco como un roble pero iluso, romántico y enamorado empedernido como Florence Nightingale, cuyos grandes amores fueron los soldados mutilados, enfermos y enloquecidos que solía visitar en los hospitales durante la Guerra de Secesión pero, también, los iletrados trabajadores del ómnibus de Washington o del ferrocarril, los recaderos, los aprendices. El varón que trabó amistad con los bohemios, los críticos, los otros poetas, y enamoró a mujeres con sus Cantos aunque las rehuyó con elegancia y jamás abandonó a los suyos, la familia, tan valiosa para él.
La correspondencia de Walt Whitman (publicadas en español por Errata Naturae) lo revela como un poeta obsesionado con su obra: abundante en ego y disciplina, menesteroso en ganancias pecuniarias. Un vate que presume su belleza de vagabundo, capaz de seducir a un dandy como Oscar Wilde, quien lo visitó en enero de 1882: “¿Has leído a Oscar Wilde? Ha venido a verme y a pasar la tarde. Es un joven grandote, elegante y guapetón ¡y tuvo el buen juicio de quedarse prendado de mí!”, le escribe a Harry Stafford, y sobraban las razones, porque como el irlandés, Whitman siempre defendió el derecho a ser y la libertad en la escritura. Basta con recordar las constantes disputas judiciales entabladas en Boston, Washington y Nueva York con el fin de que suprimiera los incómodos, obscenos pasajes de Hojas de hierba que perturbaban la conciencia de una Nación que, paradójicamente, gracias a sus Cantos halló el porvenir afirmando su propia estirpe.